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lunes, 6 de septiembre de 2021

Ausencia

 


Imaginemos un argumento tan manido como bueno, algo atractivo para el  lector, nada atrevido, por ejemplo que dos personas se aman.

El maestro dijo que con un argumento tan sencillo un gran escritor haría una gran novela, el escritor no aspira a ello solo está pensando en los personajes indicados para protagonizar el cuento. Se hace preguntas, recuerda lecturas, películas, series de televisión y recurre a argumentos conocidos; amor apasionado, amor imposible, amor visceral. Pero ¿Cuántos relatos de amor se han escrito en realidad? ¿Cuántos sentimientos se han movido por el mero hecho de describir el abrazo de los amantes?

El escritor no siente una necesidad de hablar sobre esto, ni de contar a sus lectores la descripción de los cuerpos, el sexo,  las emociones que se suscitan, en realidad, no sabe qué contar, pero le atrae el reto de entender si es posible condensar en un breve espacio la dimensión de esos sentimientos encontrados.

Se besaron sin distancias en una pasión sin cuerpos, por ejemplo, observa la infinita capacidad del lenguaje para poder sintetizar toda una historia, sí, con los remedos del lector que hará el trabajo sucio de rellenar todo el resto de la trama que queda resumida en apenas nueve palabras, pero sabe que ha de ser más generoso, así que amplía el argumento a: fue una pasión sin límites porque sus cuerpos no llegaron a encontrarse, pero ha de resolver aun varios aspectos, entrelazar mejor para que poco diga todo.

Otro día enciende el ordenador y el escritor relee y tacha lo que es inútil, lo que da pie a que el lector se despiste, es el momento, debe pensar, comenzar a elaborar algo más complejo.  Hace años que no la ve, aunque en realidad no la hubiera visto nunca, tal vez sí la había visto durante las sesiones de invierno confundida en la multitud informe que atendía sus palabras mientras dormitaba inseguro en un universo que no era capaz de acercar a una realidad extraviada. No la había visto nunca viéndola y esa paradoja le asalta en ese preciso momento en que parece ausentase de la vida meciéndose incómodo ante el ordenador. El escritor para, no quiere que se mezcle su historia con la historia, no quiere volver a ser protagonista, ejercer esa especie de psicoanálisis en que se convierte todo acto de escritura, es algo tan simple como aspirar a escribir y a aceptar el reto de la genialidad, ser capaz de condensar toda la antología del alma humana en los instantes de un beso, sin embargo es consciente de que su meta se hace mucho más compleja si opta por la ausencia. Tal vez ganaría el relato si le añadiera que está borracho o que su dolor por no saber enfocar la vida es patente, en ocasiones cree que el realismo sucio de Bukowsky es el camino que quiere iniciar para escribir relatos, pero no vive en un nihilismo militante ni siquiera habita los recónditos antros que el autor ofrece como espacios reales o imaginados, sin embargo no es así, al menos lo primero, no está borracho, el alcohol le produce dolor de cabeza, pero sí que está cansado, tiene un dolor curioso en las piernas de haber hecho bicicleta, el dolor que le hace sentir que vive. No le cabe duda de que ha de hablar en otro momento sobre ello, pero no ahora, también acepta que no va a hacer un relato del estilo él llegó mientras ella descansaba en el sofá enseñando sus magníficas piernas, G era una mujer madura, pero imponente, se le podía ver una ropa interior todavía en buen estado mientras se giraba en el sofá. Él le preguntó si quería una copa, siempre guardaba una botella de vino barato en el fregadero. Aquí habría varios de los ingredientes, ausencia, cierta pasividad y dolor, pero, acepta, no le sale encauzar ese realismo sucio.

Hace años que el amor les confundió, que les llevó a creer en la bondad de ser, de sentirse humanos, de respirar por donde caminaba el otro, de oler su pelo, el suyo o de acariciar la piel que puede recordar el calor primero de la madre y hace que los personajes se emocionen de una manera irrevocable. En la descripción aparece otra tentación, quiere intentar darle un tono casual, cotidiano, como grandes escritoras norteamericanas, Ella se había separado y tenía tres hijas de su anterior matrimonio con Larry, Él había enviudado en Montana y añadía un hijo más a esa relación. Tampoco ve cómo poder continuar en lo trivial, le gusta, es adicto a estos escritores, pero debe descubrir el ritmo que haga de su relato algo único, reconocible.

Hace mucho tiempo que no sabe de Ella, ha de añadir que nunca la ha tocado, ni ella le ha tocado, ni Él la he besado, ni ella le ha besado, ni él ha acariciado sus pechos, ni ella sus muslos, ni siquiera las caricias que podrían haber compartido son parte de una memoria común que tienen todos los amantes, aunque el tema de la memoria le pone siempre alerta, dice en voz alta que recordamos como nos da la gana, que hacemos como nos interesa. La dificultad es cada vez mayor, pero sabe que va añadiendo ingredientes que pueden serle muy útiles cuando se decida a escribir.

Igual cada sueño en que ha aparecido ha sido Ella en realidad, cada caricia que sí se han dado en la virtualidad de la inconsciencia es una caricia tan real como la caricia furtiva de los amantes a la puerta de un cine, esa caricia de dos manos que se acercan con timidez y esperan el contacto cálido del otro; es posible que los sueños del que escribe y los suyos coincidan en algún espacio que no conoce, en esa dimensión de ficción en la que se quiere creer, pero no se engaña, o sí, porque lo que quiere es engañarse, sentir el corazón apretado, el estómago alerta ante la sola idea de un beso en sus labios, o en los suyos, esa sensación de zozobra, de fin del mundo que se instala en las entrañas cuando se piensa en el ser deseado.

Pero es que nunca la ha visto, ahí está la cuestión sobre la que gira todo el relato, la trama que no es tal, en ese pequeño detalle que lo reconfigura todo porque rompe con el estándar de lo que esperamos cuando leemos una novela romántica, ¿puede ser romántico solo desear? ¿Puede ser real querer sin saber la dimensión exacta del cuerpo?

 

Es cierto que debieron recurrir a las cartas, ella le enviaba postales y fotos desde el fin del mundo, breves recuerdos de un amor nómada, así vio su espalda, la longitud inabarcable de su piel de bailarina, sus ojos sin rumbo perdidos en la distancia de una foto desenfocada, postales de verano,  postales que la sitúan en algún punto, en una geografía que la hace real y al antojo del amante, él puede percibirla frágil, con unos pechos incipientes, apenas perceptibles, o puede creer que es un ser exuberante lleno de pasión con un cuerpo mítico.

Ella no lo ha visto nuca, puedo percibirlo en la cadencia ausente de su voz y enfocar, con dificultad, sus ojos miopes, es posible que ahora no lo reconociese, pero ha leído todas sus cartas, todo lo que ha dicho, ha olido las hierbas de montaña y ha reconocido su sudor, ha paseado por las calas de piedra del Mediterráneo y ha sentido su aliento, por eso se sienta frente al mar en una pequeña habitación que recuerda a la imagen que se puede tener de una isla griega, por ejemplo, y le escribe un escueto te amo, sin ninguna floritura literaria, sin el peso de los siglos de cultura literaria, porque a ella no le hace falta, porque ella siente el pálpito de su palabra. Se enamoró sin remedio leyendo su novela, vio en cada palabra un viaje alucinante al mundo del deseo, con una pasión que no podía concebir en una vida tan abierta. Ella se sabe en el infinito geográfico, así que se tumba en la cama y se toma una foto: la espalda desnuda, en blanco y negro, solo un meandro en el recorrido del viaje.

Ha tecleado un buen rato, sabe que debe parar y volver a leerlo mañana, u otro día, todo lo que le rodea es más prosaico, tangible, delimitado, no puede evitar pensar en las novelas sentimentales, no puede parar de pensar en los grandes dramas, se agolpa todo lo que sabe como si quisiera gritarle cuál es el camino, entre lo fantástico y real, lo esperado y lo inesperado: ella tenía la capacidad de asombrar al mundo, leía en los objetos lo que nadie podía descifrar, así pudo saber que Walt había besado con ardor los brocados recién planchados de Elisa por el mero hecho de apoyar la mano en un vaso de agua.

Han pasado varias semanas mientras el escrito descansaba en algún lugar incierto del disco duro del portátil, el escritor ha perdido su libretita, la de las ideas geniales, debe recuperarla si quiere seguir la linealidad de lo pensado, sabe cómo será el final, lo ve en el fondo de su cerebro, sabe que iniciar un cuento es muy complicado, cerrarlo, un calvario. Vuelve sobre lo escrito, como un obrero que mide una y otra vez el nivel del muro: quita, levanta, pone más cemento. El escritor se refugia en sus pensamientos, por eso sonríe, sin turbarse, porque se reencuentra con el tono que quiere que tenga la historia.

Él se despierta dentro de un sueño, aunque hay ocasiones en que es imposible determinar los límites exactos entre estos y su realidad, no sabe si la de otros, pero él sí sabe que navega en el espacio vaporoso, es posible que plástico, de los sueños. Ella va a su encuentro, solo puede distinguir la espalda que se eleva sobre la sábana enrollada en su cintura, es una imagen fijada que se queda como única referencia casi real de ese amor sin atributos, prescindible, aunque capaz de adueñarse de sus pensamientos, un cuerpo largo, estilizado, andrógino. Nunca aparece su cara, no se miran en ningún momento, sin embargo los ojos entornados de ella parecen dominar toda la escena. Se coloca cada cual en el sitio que fija la imaginación, no es pues, el amor, más que un reflejo de los deseos porque no se tocan, no pueden tocarse, no pueden aprender a saberse. El anhelo se intensifica en la imposibilidad de tenerse. Aquí para de escribir, lo hace en otra  libreta llena de fragmentos de otros cuentos, es peligroso, puede que piense, porque es posible que las diferentes historias se mezclen cuando el cuaderno se cierra, ¿qué ocurre en realidad? ¿Podemos aplicar las leyes de la física o de la lógica? ¿Todo tiene su propia dinámica? El escritor quiere creer que las historias se entrelazan y se contaminan entre ellas, los personajes se saludan, aparecen visitantes de otras épocas, historias inacabadas, personajes que apenas si se han esbozado y no saben cómo interactuar con los otros, simples, inacabados.

No puede describirlos haciendo el amor, eso lo sabe, querría cambiar el argumento para introducir la presencia, al menos un encuentro de última hora que satisfaga las adicciones de los lectores, pero no entra en los planes, se debe al propósito establecido, a la experiencia compleja de escribir sobre un amor que lo es todo. No es viable sin los cuerpos ni las manos ni los gritos, igual ha leído alguna novela del nuevo erotismo para lectores aburridos, puede influirle en su ánimo. Ella se aferró a su deseo sin poder remediar una humedad que la había empapado totalmente, él, vestido, la miraba a los ojos mientras acariciaba con las manos un juguete sexual que palpitaba a la espera de ser utilizado. Elisa le suplicó que la tomara, que le volviera a hacer aquello que ella nunca creyó que se dejase hacer, quería sentir esa sensación entre el dolor y el deseo que la convertía en el verdadero juguete de Walt. No, es definitivo, tampoco funciona.

Así que vuelve a las cartas, a una larga carta que quiere ser el cierre definitivo. Ella le escribe que el amor es indeleble, permanece sin posibilidad de ser alterado, es puro, sin mácula, un deseo perfecto porque carece del peso de la presencia, pero le echa de menos. El escritor sabe que debe ser más claro, ofrecer toda la carta porque el lector se lo merece, quiere leerla, necesita satisfacer el descontrol de fagocitar argumentos, de incorporar uno más a los miles que ha vivido en la clandestinidad de las páginas. Sería el momento perfecto para ofrecerle una pequeña concesión, esa que no parece materializarse, algo entre el romanticismo de folletín o las grandes novelas de amor. Por fin Elisa se atrevió a acercarse a la puerta del hotel. Era una habitación agradable, vestida con muebles de época que le daban a la estancia un aire romántico, su mano, delgada, pero de una belleza desconocida, giró el pomo pensando que al otro lado de la puerta estaría él, ¿cuántos años habían pasado, cuántas cartas se habían mandado, le gustaría, él sentiría deseo? Las preguntas se agolpaban mientras la mano se dirigía temblorosa para abrir, al fin, las cancelas de su prisión, porque ella lo amaba con una locura que la había consumido por dentro, lo sentía en sus entrañas, en su pecho cada vez que respiraba, sabía que se había hecho una imagen precisa de lo que quería encontrar, entonces le entró el pánico.

Pero el escritor no puede hacer concesiones, no puede escribir lo que otros querrían encontrarse, se debe ceñir a lo que le pide la trama.

Él le escribió una nueva carta, una carta que le llegó unos instantes después por mail, una carta en que le habló del amor como un principio universal, de diversas anécdotas que le habían ocurrido a lo largo del día, del deseo infinito de olerla, de sentir su calor, su sonrisa, de oír de su voz aquellas palabras que le habían reconfortado en tantos momentos de soledad, todo eso le dijo en la misiva, todas aquellas palabras de decenas de páginas y años, porque cada una de ellas era solo el fragmento de la misma, de la última, porque supo, con total certeza, que esa era la última carta porque no podía ser más que la conclusión definitiva a los años de tránsito, a la construcción de ser en el otro para siempre, sin dobleces. Por eso se atrevió a pulsar la última tecla del ordenador.

 

 

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