Imaginemos un argumento tan manido como bueno, algo atractivo para el lector, nada atrevido, por ejemplo que dos personas se aman.
El
maestro dijo que con un argumento tan sencillo un gran escritor haría una gran
novela, el escritor no aspira a ello solo está pensando en los personajes
indicados para protagonizar el cuento. Se hace preguntas, recuerda lecturas,
películas, series de televisión y recurre a argumentos conocidos; amor
apasionado, amor imposible, amor visceral. Pero ¿Cuántos relatos de amor se han
escrito en realidad? ¿Cuántos sentimientos se han movido por el mero hecho de
describir el abrazo de los amantes?
El
escritor no siente una necesidad de hablar sobre esto, ni de contar a sus
lectores la descripción de los cuerpos, el sexo, las emociones que se suscitan, en realidad,
no sabe qué contar, pero le atrae el reto de entender si es posible condensar
en un breve espacio la dimensión de esos sentimientos encontrados.
Se
besaron sin distancias en una pasión sin cuerpos, por ejemplo, observa la
infinita capacidad del lenguaje para poder sintetizar toda una historia, sí,
con los remedos del lector que hará el trabajo sucio de rellenar todo el resto
de la trama que queda resumida en apenas nueve palabras, pero sabe que ha de
ser más generoso, así que amplía el argumento a: fue una pasión sin límites
porque sus cuerpos no llegaron a encontrarse, pero ha de resolver aun varios
aspectos, entrelazar mejor para que poco diga todo.
Otro
día enciende el ordenador y el escritor relee y tacha lo que es inútil, lo que
da pie a que el lector se despiste, es el momento, debe pensar, comenzar a
elaborar algo más complejo. Hace años
que no la ve, aunque en realidad no la hubiera visto nunca, tal vez sí la había
visto durante las sesiones de invierno confundida en la multitud informe que
atendía sus palabras mientras dormitaba inseguro en un universo que no era
capaz de acercar a una realidad extraviada. No la había visto nunca viéndola y
esa paradoja le asalta en ese preciso momento en que parece ausentase de la
vida meciéndose incómodo ante el ordenador. El escritor para, no quiere que se
mezcle su historia con la historia, no quiere volver a ser protagonista,
ejercer esa especie de psicoanálisis en que se convierte todo acto de
escritura, es algo tan simple como aspirar a escribir y a aceptar el reto de la
genialidad, ser capaz de condensar toda la antología del alma humana en los
instantes de un beso, sin embargo es consciente de que su meta se hace mucho
más compleja si opta por la ausencia. Tal vez ganaría el relato si le añadiera
que está borracho o que su dolor por no saber enfocar la vida es patente, en
ocasiones cree que el realismo sucio de Bukowsky
es el camino que quiere iniciar para escribir relatos, pero no vive en un
nihilismo militante ni siquiera habita los recónditos antros que el autor
ofrece como espacios reales o imaginados, sin embargo no es así, al menos lo
primero, no está borracho, el alcohol le produce dolor de cabeza, pero sí que
está cansado, tiene un dolor curioso en las piernas de haber hecho bicicleta,
el dolor que le hace sentir que vive. No le cabe duda de que ha de hablar en
otro momento sobre ello, pero no ahora, también acepta que no va a hacer un
relato del estilo él llegó mientras ella descansaba en el sofá enseñando sus
magníficas piernas, G era una mujer madura, pero imponente, se le podía ver una
ropa interior todavía en buen estado mientras se giraba en el sofá. Él le
preguntó si quería una copa, siempre guardaba una botella de vino barato en el
fregadero. Aquí habría varios de los ingredientes, ausencia, cierta pasividad y
dolor, pero, acepta, no le sale encauzar ese realismo sucio.
Hace
años que el amor les confundió, que les llevó a creer en la bondad de ser, de
sentirse humanos, de respirar por donde caminaba el otro, de oler su pelo, el suyo
o de acariciar la piel que puede recordar el calor primero de la madre y hace que
los personajes se emocionen de una manera irrevocable. En la descripción
aparece otra tentación, quiere intentar darle un tono casual, cotidiano, como
grandes escritoras norteamericanas, Ella se había separado y tenía tres hijas
de su anterior matrimonio con Larry, Él había enviudado en Montana y añadía un
hijo más a esa relación. Tampoco ve cómo poder continuar en lo trivial, le
gusta, es adicto a estos escritores, pero debe descubrir el ritmo que haga de
su relato algo único, reconocible.
Hace
mucho tiempo que no sabe de Ella, ha de añadir que nunca la ha tocado, ni ella le
ha tocado, ni Él la he besado, ni ella le ha besado, ni él ha acariciado sus
pechos, ni ella sus muslos, ni siquiera las caricias que podrían haber
compartido son parte de una memoria común que tienen todos los amantes, aunque
el tema de la memoria le pone siempre alerta, dice en voz alta que recordamos
como nos da la gana, que hacemos como nos interesa. La dificultad es cada vez
mayor, pero sabe que va añadiendo ingredientes que pueden serle muy útiles
cuando se decida a escribir.
Igual
cada sueño en que ha aparecido ha sido Ella en realidad, cada caricia que sí se
han dado en la virtualidad de la inconsciencia es una caricia tan real como la
caricia furtiva de los amantes a la puerta de un cine, esa caricia de dos manos
que se acercan con timidez y esperan el contacto cálido del otro; es posible
que los sueños del que escribe y los suyos coincidan en algún espacio que no
conoce, en esa dimensión de ficción en la que se quiere creer, pero no se engaña,
o sí, porque lo que quiere es engañarse, sentir el corazón apretado, el
estómago alerta ante la sola idea de un beso en sus labios, o en los suyos, esa
sensación de zozobra, de fin del mundo que se instala en las entrañas cuando se
piensa en el ser deseado.
Pero
es que nunca la ha visto, ahí está la cuestión sobre la que gira todo el
relato, la trama que no es tal, en ese pequeño detalle que lo reconfigura todo
porque rompe con el estándar de lo que esperamos cuando leemos una novela
romántica, ¿puede ser romántico solo desear? ¿Puede ser real querer sin saber
la dimensión exacta del cuerpo?
Es
cierto que debieron recurrir a las cartas, ella le enviaba postales y fotos
desde el fin del mundo, breves recuerdos de un amor nómada, así vio su espalda,
la longitud inabarcable de su piel de bailarina, sus ojos sin rumbo perdidos en
la distancia de una foto desenfocada, postales de verano, postales que la sitúan en algún punto, en una
geografía que la hace real y al antojo del amante, él puede percibirla frágil,
con unos pechos incipientes, apenas perceptibles, o puede creer que es un ser
exuberante lleno de pasión con un cuerpo mítico.
Ella
no lo ha visto nuca, puedo percibirlo en la cadencia ausente de su voz y
enfocar, con dificultad, sus ojos miopes, es posible que ahora no lo
reconociese, pero ha leído todas sus cartas, todo lo que ha dicho, ha olido las
hierbas de montaña y ha reconocido su sudor, ha paseado por las calas de piedra
del Mediterráneo y ha sentido su aliento, por eso se sienta frente al mar en
una pequeña habitación que recuerda a la imagen que se puede tener de una isla
griega, por ejemplo, y le escribe un escueto te amo, sin ninguna floritura
literaria, sin el peso de los siglos de cultura literaria, porque a ella no le
hace falta, porque ella siente el pálpito de su palabra. Se enamoró sin remedio
leyendo su novela, vio en cada palabra un viaje alucinante al mundo del deseo,
con una pasión que no podía concebir en una vida tan abierta. Ella se sabe en
el infinito geográfico, así que se tumba en la cama y se toma una foto: la espalda
desnuda, en blanco y negro, solo un meandro en el recorrido del viaje.
Ha
tecleado un buen rato, sabe que debe parar y volver a leerlo mañana, u otro
día, todo lo que le rodea es más prosaico, tangible, delimitado, no puede
evitar pensar en las novelas sentimentales, no puede parar de pensar en los
grandes dramas, se agolpa todo lo que sabe como si quisiera gritarle cuál es el
camino, entre lo fantástico y real, lo esperado y lo inesperado: ella tenía la
capacidad de asombrar al mundo, leía en los objetos lo que nadie podía
descifrar, así pudo saber que Walt había besado con ardor los brocados recién
planchados de Elisa por el mero hecho de apoyar la mano en un vaso de agua.
Han
pasado varias semanas mientras el escrito descansaba en algún lugar incierto
del disco duro del portátil, el escritor ha perdido su libretita, la de las
ideas geniales, debe recuperarla si quiere seguir la linealidad de lo pensado,
sabe cómo será el final, lo ve en el fondo de su cerebro, sabe que iniciar un
cuento es muy complicado, cerrarlo, un calvario. Vuelve sobre lo escrito, como
un obrero que mide una y otra vez el nivel del muro: quita, levanta, pone más cemento.
El escritor se refugia en sus pensamientos, por eso sonríe, sin turbarse,
porque se reencuentra con el tono que quiere que tenga la historia.
Él
se despierta dentro de un sueño, aunque hay ocasiones en que es imposible
determinar los límites exactos entre estos y su realidad, no sabe si la de
otros, pero él sí sabe que navega en el espacio vaporoso, es posible que
plástico, de los sueños. Ella va a su encuentro, solo puede distinguir la
espalda que se eleva sobre la sábana enrollada en su cintura, es una imagen
fijada que se queda como única referencia casi real de ese amor sin atributos,
prescindible, aunque capaz de adueñarse de sus pensamientos, un cuerpo largo,
estilizado, andrógino. Nunca aparece su cara, no se miran en ningún momento,
sin embargo los ojos entornados de ella parecen dominar toda la escena. Se
coloca cada cual en el sitio que fija la imaginación, no es pues, el amor, más
que un reflejo de los deseos porque no se tocan, no pueden tocarse, no pueden
aprender a saberse. El anhelo se intensifica en la imposibilidad de tenerse.
Aquí para de escribir, lo hace en otra libreta llena de fragmentos de otros cuentos,
es peligroso, puede que piense, porque es posible que las diferentes historias se
mezclen cuando el cuaderno se cierra, ¿qué ocurre en realidad? ¿Podemos aplicar
las leyes de la física o de la lógica? ¿Todo tiene su propia dinámica? El
escritor quiere creer que las historias se entrelazan y se contaminan entre
ellas, los personajes se saludan, aparecen visitantes de otras épocas,
historias inacabadas, personajes que apenas si se han esbozado y no saben cómo
interactuar con los otros, simples, inacabados.
No
puede describirlos haciendo el amor, eso lo sabe, querría cambiar el argumento
para introducir la presencia, al menos un encuentro de última hora que
satisfaga las adicciones de los lectores, pero no entra en los planes, se debe
al propósito establecido, a la experiencia compleja de escribir sobre un amor
que lo es todo. No es viable sin los cuerpos ni las manos ni los gritos, igual ha
leído alguna novela del nuevo erotismo para lectores aburridos, puede influirle
en su ánimo. Ella se aferró a su deseo sin poder remediar una humedad que la
había empapado totalmente, él, vestido, la miraba a los ojos mientras
acariciaba con las manos un juguete sexual que palpitaba a la espera de ser
utilizado. Elisa le suplicó que la tomara, que le volviera a hacer aquello que
ella nunca creyó que se dejase hacer, quería sentir esa sensación entre el
dolor y el deseo que la convertía en el verdadero juguete de Walt. No, es
definitivo, tampoco funciona.
Así
que vuelve a las cartas, a una larga carta que quiere ser el cierre definitivo.
Ella le escribe que el amor es indeleble, permanece sin posibilidad de ser
alterado, es puro, sin mácula, un deseo perfecto porque carece del peso de la
presencia, pero le echa de menos. El escritor sabe que debe ser más claro,
ofrecer toda la carta porque el lector se lo merece, quiere leerla, necesita
satisfacer el descontrol de fagocitar argumentos, de incorporar uno más a los
miles que ha vivido en la clandestinidad de las páginas. Sería el momento perfecto
para ofrecerle una pequeña concesión, esa que no parece materializarse, algo
entre el romanticismo de folletín o las grandes novelas de amor. Por fin Elisa
se atrevió a acercarse a la puerta del hotel. Era una habitación agradable, vestida
con muebles de época que le daban a la estancia un aire romántico, su mano,
delgada, pero de una belleza desconocida, giró el pomo pensando que al otro lado
de la puerta estaría él, ¿cuántos años habían pasado, cuántas cartas se habían
mandado, le gustaría, él sentiría deseo? Las preguntas se agolpaban mientras la
mano se dirigía temblorosa para abrir, al fin, las cancelas de su prisión,
porque ella lo amaba con una locura que la había consumido por dentro, lo
sentía en sus entrañas, en su pecho cada vez que respiraba, sabía que se había
hecho una imagen precisa de lo que quería encontrar, entonces le entró el
pánico.
Pero
el escritor no puede hacer concesiones, no puede escribir lo que otros querrían
encontrarse, se debe ceñir a lo que le pide la trama.
Él
le escribió una nueva carta, una carta que le llegó unos instantes después por
mail, una carta en que le habló del amor como un principio universal, de
diversas anécdotas que le habían ocurrido a lo largo del día, del deseo
infinito de olerla, de sentir su calor, su sonrisa, de oír de su voz aquellas
palabras que le habían reconfortado en tantos momentos de soledad, todo eso le dijo
en la misiva, todas aquellas palabras de decenas de páginas y años, porque cada
una de ellas era solo el fragmento de la misma, de la última, porque supo, con
total certeza, que esa era la última carta porque no podía ser más que la
conclusión definitiva a los años de tránsito, a la construcción de ser en el
otro para siempre, sin dobleces. Por eso se atrevió a pulsar la última tecla
del ordenador.
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