El escritor viaja en coche, siempre viaja en coches, la radio está puesta, él se mueve inquieto, siempre repiquetea con el pie en guardia por eso cambia a una lista de reproducción del teléfono, entonces suena una canción de Dorian.
Las
canciones evocan recuerdos y momentos vividos, el escritor tiene tendencia a
emocionarse, la música le conmueve a pesar de que no se suelen comprender sus
lágrimas porque nacen de las entrañas, de un lugar recóndito en que pugnan
entre sí los sentidos y los anhelos que no se cumplen, por eso llora, también
lo hace en las películas de amor o cuando un desenlace es doloroso o muy
emocional, el escritor es consciente de que mover a lo sentimental no deja de
ser un mérito importante de los guionistas, pero la música es otra historia,
los acordes, la sencillez aparente, el cantante que puede desentonar o que no
está a la altura de ninguna perfección formal, da lo mismo, no importa la
sensibilidad ni siquiera la poesía de la letra; recuerda una conversación con Otro
en la cual planteó las emociones encontradas que le producía la música de Leonard Cohen, sin inmutarse este le
dijo que aquello no era poesía, podría haberle dicho, además, que tampoco era
música, el escritor no se enfadó, no sintió ninguna animadversión por el
profesor, él siguió pensando que era poesía, solo quería parecer interesante
ante el maestro; años más tarde Alguien le regaló En nombre de nada, le pareció entrañable, él sí que supo reconocer
la poesía, la inteligencia y el oficio. Por eso escucha emocionado los acordes
repetitivos y la voz que pretende ser canalla del cantante, no es importante, o
sí lo es, porque esa conjunción sin estrellas es la que le hace sentirse vivo. La música, escribe, me hace sentir que la vida tiene sus momentos.
«Estaría tan lejos de ti/ pero ya no
recuerdo el momento/ en que te dije por última vez/ que el cielo se está
cubriendo/ y se abre bajo tus pies/ y quiero que vengas conmigo/ a cualquier
otra parte»
La
melodía se abre paso en la cabeza y se instala como un mantra que se repite en
el tiempo, es posible que el escritor no escuche ya los ritmos porque se
obstinan en su interior, lo invaden todo como dos días antes lo hizo Even in the Quietest Moments. A
cualquier otra parte, él querría ir a otro lugar, cambiar de vida, respirar,
dejar de ser un nómada cubierto de polvo, en otro lugar, pero no cambia, el
tiempo y el espacio se confabulan para que reconozca las aristas exactas de la
ilusión, es lo que hay, la ilusión de la
existencia, el engaño infinito en que consiste creerse único.
Pero
el escritor escribe, piensa en la trama, así se construye el relato de lo
trivial, lo configura con pocos elementos porque la virtud del cuento no está
en la enseñanza moral, que puede, sino que se encuentra en fijarse en un punto
minúsculo del devenir y contarlo. Primero una historia hilvanada en las
imágenes que desfilan en la imaginación del escriba, una sucesión que visualiza
con los ojos abiertos o cerrados, es sencillo, ve sus uniones, ve sus
implicaciones, disfruta construyendo nuevas tramas, desechando las innecesarias,
el oficio de escribir es el arte de tirar a la basura y de tachar.
Ahora
imagina un coche, ve a un viajero que habita cualquier lugar de entre los
posibles, recuerda el oráculo «es
propicio tener a dónde ir», pero piensa que el personaje siempre va a algún
lugar, siempre se asoma a una distancia asumible, habita vidas que nunca
imaginó para él, pero cada acción se entrelaza con el sonsonete que suena día
tras día en sus oídos, a pesar del silencio, a pesar del ruido, a cualquier
otra parte, pero ¿Dónde habita la vida que no has vivido?
Suena
el despertador, aunque no hace falta, Él hace rato que está despierto, debe
pensar en sus cosas, repasa si los sueños que cree haber tenido son los suyos o
solo los vive como un préstamo momentáneo de los dioses, es posible, solo
posible que no solo los sueños sean de cualquier otro, sino que la vida sea la
de Alguno, se pregunta si de entre las vidas potenciales solo le va a ser dado
conocer esta, se inquieta porque es factible que quisiera conocer otras alternativas,
en cualquier otra parte, todo se le presenta monótono, de un color conocido e
indeterminado, se repiten como en un metrónomo a un ritmo lento la sucesión de
imágenes del día, en otras ocasiones rápidas: comer, beber, dormir, trabajar,
sonreír, dormir, beber, comer, moverse, caminar, sonreír, llorar, conducir, él se sienta en el despacho
y enchufa el ordenador, los correos, las llamadas al teléfono, las quejas, las
miserias de otros, por eso cree ver su cuerpo desde una distancia cósmica, cree
poder observar su organismo moviéndose, actuando, hablando, y puede poner ese
rictus de extrañeza porque no sabe si va a volver a habitar el cúmulo infinito
de venas y músculos, deseos y miedos que es ese otro que teclea un relato en el
ordenador.
Las
imágenes se suceden a través de los cristales ahumados del coche, los paisajes
se enfilan como hormigas laboriosas, pero un momento de lucidez le hace
comprender que siempre es el mismo paisaje, no se aplica el comodín de la
ilusión y la alegoría del río, no, los árboles son los mismos, los campos de
arroz, también, cierto que ahora están verdes, casi a punto de la metamorfosis
ocre de la siega, pero son los mismos, las montañas permanecen indiferentes a
su mirada, esa es la realidad . Entonces aparece ella, que no es nadie, que es
otra que debió existir en dimensiones que apenas intuye, solo un momento una
imagen, tal vez un recuerdo que vive nítido, efímero, eso sí, pero que cabalga
entre los cristales de las lunas. ¿Será ella quien dirigirá los pasos hacia lo
añorado? No importa porque el grupo ha cambiado de estrofa, ahora el cantante
evoca sentimientos, otra Ella, que será sin duda la misma, que se convierte en
el objeto del otro relato, del de la canción, por eso la atención del escritor
se desplaza a entender la letra, la que nunca memoriza, las que nunca memoriza.
Él siempre cambia las letras, las modifica, no es capaz de repetir las estrofas
como fueron concebidas, el escritor es consciente de que las reescribe, todo lo
reescribe.
Entonces
llega el momento que más teme quien escribe, el terror a no saber continuar, a
poner paja, a contar historias que no son objeto del relato que está
construyendo, es una sensación de pánico, de inseguridad, el escritor piensa
que ha perdido la fuerza de la juventud, la alegría, la capacidad de escribir a
borbotones como si tuviera impulsos eléctricos que le frieran el cerebro, como
si todo su cuerpo se viera afectado por convulsiones inconcebibles, puede ser
que crea que escribir no está hecho para el escribidor, Otra le dice que cómo la
escribidora puede completar un relato de más de mil páginas año tras año, él
cree que hay un oficio, que, además, son muchas historias aunque solo parezca
una, la de la trama, pero la técnica no le abruma, tampoco que sea posible, es
algo simple: le asusta no poder seguir extrayendo historias de lo banal.
Las
manos en el volante, ambas, se mira con curiosidad las venas, las arrugas que
rompen la tersura de la juventud, es el momento en que es capaz de vislumbrar
una pequeña historia, una en la que se cuente cómo las arterias se convirtieron
en ríos procelosos y las manos raíces firmes de una selva otoñal, pero eso será
en otro lugar, da para contar un cuento, lo apunta en su cabeza, pero tiende a
olvidarlo, cuando intenta recobrar la idea esta se ha esfumado, solo queda la
claridad de la tarde en el habitáculo y el reflejo de los espacios en sus
gafas, mueve los labios, pues, intentando acompasarse al ritmo de la canción,
es un juego de niños: se canta la canción imaginando qué va a decir, es cierto,
nunca recuerda las letras. El escritor sigue escribiendo el cuento, sus ojos no
están donde los vemos. Por fin el motor se apaga.
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