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jueves, 5 de agosto de 2021

Imagina que han muerto

 

Altura, agosto 2021

Los pinos consiguen bajar la temperatura del poniente, ese de un calor asfixiante que seca los ojos y las palabras. Él, el escritor, se sienta en una silla esperando aplacar el cansancio inevitable de la calima, el otro, el hermano, le mira mientras sigue haciendo fotos con la cámara en la mano.

Todo alrededor se paraliza en un instante extraño, nadie más participa en las confidencias de los hermanos, nadie advierte la complicidad de las historias que no se cuentan, pero que se crean en cada clic de la cámara, en cada mirada del otro y del escritor. Él y el otro, complicidad antigua, gestos, falta la otra, la hermana, pero no ha llegado todavía, ¿qué tal? El padre me contó que sigue pensando en la novela sobre Cataluña, ¿te la ha contado?, su novela, la que quiere que escribas tú, pero que no sería su novela, sería la tuya, le dije, además ahora le ronda un relato,  pero le dije lo mismo, será el suyo, del escritor, no el tuyo, del padre, porque lo escribirá como lo piense, como lo sienta, no podrá escribir por ti, toma el bolígrafo y hazlo, te lo corrige y ves cómo ha quedado, ¿qué piensas?, los relatos son de quienes los viven, en último término, de los personajes, ellos sufren, respiran, actúan, nosotros los sacamos del limbo en que se encuentran y los presentamos al mundo, el relato no es de nadie, además quien lo lee lo rehace, lo recrea, lo construye con cada nuevo acto de lectura, no sé, es posible, me dijo que la eternidad puede reflejarse en la palabra, puede, me he decidido a volver a escribir, le digo, tengo el formato claro en la cabeza, tomo apuntes, en el móvil me dejo notas que me recuerdan historias que voy rescatando, anécdotas, personas en las que me fijo, situaciones, tal vez llegue a la media docena, no deja de ser casual que me cuentes esto y piense en escribir de nuevo, como si tuviera la necesidad de volver a alimentar mi ego, es gracioso, pero escribir es poco más que esto, satisfacer la vanidad.

La mañana no sobresalta a los primeros personajes: el escritor y el hermano, el padre aparece como aparecen los padres en las historias que hablan de los padres, de refilón, como una presencia absoluta en el espacio tiempo del resto de los actores. Se bañan él, el otro y ellos, aparece la otra y se lanza a los brazos de él, le besa, le toca, se ríen juntos con ese amor que no descansa, todos los pronombres en una reunión de alegrías y saltos, de juegos y sensaciones. Luego la comida, el padre intenta abordar al escritor, y ¿yo?, dice ella, la madre, pero él no deja que la historia le amenace, ni que ella entre como personaje, no le permite contar su idea, dice,  lo veo en mi cabeza, no será tu cuento, será el mío, pero siempre seréis los personajes que queráis ser,  os  podréis ver en mi ficción, no dejaréis de percibiros diferentes, de ser otros, es posible que irreconocibles, no seréis vosotros, pero quedaréis reflejados de una manera auténtica, es literatura, ficción, pero la buena ficción es real, veraz, reconocible. De todas maneras es un relato sobre la pérdida del cuerpo, sobre el puzle de la eternidad, sobre el infinito indestructible,¿no?

La duermevela del café, las inquietudes de ellos, nietos, sobrinos, familia, conversaciones entrecruzadas y el escritor dictando en su cabeza, una palabra y otra, una situación, una trama. La historia ha venido esta mañana a visitarlo, sin estridencias, el otro la ha alimentado con sus silencios y sobreentendidos, él la ha tomado prestada de entre las historias, esta no le ha hecho falta anotarla en su libreta. Se sienta mirando las montañas y el mar, podría describir la belleza, las sensaciones, lo inabarcable para el ser que es la imagen del todo, pero eso es otro relato. El bardo canta la historia. Más tarde, cuando la ficción ya ha sido contada, participará a ella, la madre, la trama, es difícil matar al padre, necesario, pero difícil, mucho más hacerlo con la madre, es algo morboso, dice ella, te lo digo porque ha sido una experiencia psicológica compleja, llena de trampas y de tentaciones, el escritor tiene esa potestad, la de alterar lo que escribe y ser infiel a la historia, al fin y al cabo, es él quien sufre, llora y ríe.

Imagina que hubo una vez un padre, él, un hombre que vivía y respiraba, que no hablaba y que callaba. Ahora imagina que hubo una vez una madre, ella, una mujer que amaba y sufría, que no callaba y hablaba.

Imaginemos que son ancianos, más que antes, más de lo que son en este día de poniente,  otros han ido llenado los espacios de sus vidas y ocupándolos, su tiempo va agotándose consumido por estos que pululan a su alrededor y les sonríen, les hablan, les besan. Han sido niños ellos también, jóvenes, adultos, padres, madres, abuelos, han vivido con las sorpresas y la calma del tiempo.

Imaginemos que él fue el primero, el padre, el abuelo, que dejó su cuerpo abandonado en un sofá, un rato solo, no mucho más. Ella se encuentra con él, con la forma yaciente sin gestos, fría, indiferente, recostada de forma habitual, sin estridencias, sin morbo, solo ha formalizado su ausencia.

Luego un baile de cierta conmoción, preparativos familiares, otros extraños que toman el cuerpo y lo acuestan, lo visten, lo tapan, luego lo maquillan, lo limpian, lo encierran en la urna de un tanatorio aséptico donde muchos deambulan encontrándose con la muerte.

Él, ahora es el escritor, su cuerpo ya carece de atributos, mira el cristal que sacraliza al que fue el padre en una muestra de arte compleja, blanco, plácido como dormido, las mejillas hundidas buscando el fondo del cuerpo, esto somos y en esto nos convertimos, en el resto de un cuerpo donde no podemos observar al alma.

Los otros junto a él se miran con congoja, cultura, aquí no hay café con leche ni tarta de manzana, es absurdo, esta ausencia debe ser celebrada, toda una vida, ahora otra vida sin pensamientos, quién sabe, hablan entre ellos, hablan, solicitan, atienden, besan, ven en esos otros que no veían, vienen aquellos que no se sabía que fueran. La muerte es efímera como los encuentros.

Se ve el féretro sobre el quemador. Un tiempo extra de presencia, luego ausencia, los restos en una caja de zapatos, paradójico, irónico. Ella decide elegir, debe ser así, la madre, todavía un cuerpo, un espacio y un tiempo, aquí y allí, dice, en el mar y en la montaña, en el campo donde hay romero y manzanilla. Al final debemos devover el préstamo.

La cremación evapora el agua, el extractor expele el humo por la chimenea. Las ciudades ya no vomitan el smog viscoso del carbón, por las tuberías se escapan de una imagen antigua, los muertos sobrevuelan las casas, los parques, a los hombres de buena y mala voluntad, el alma trasformada viaja como partículas de una química ancestral y se confunde con el granizo, con la nieve y con la niebla, el alma fragmentada, moléculas que carecen de la conciencia de quien fue, ya no hay padre, ya no hay reproches, quedan manzanillas y charcos, bosques y océanos. Es curioso, dice para sí el escritor, cuando todo desaparezca, quedarán todas esas partículas sin recuerdos.

La vida sigue con el sentido de la vida, él ahora es el escritor, el primer personaje se convierte en personaje principal, ya no hay pronombres para el padre. Se alimentan los recuerdos en las veladas familiares, se reconstruyen, se rehacen, se reforman. Quien fue puede estar en el vaho de la ventana, en la infusión de la merienda, en cada inhalación que hacen los otros.

La montaña estática se eleva enfrente de él, el bardo para de cantar, descansa y abandona el pensamiento hacia ninguna parte. Se pregunta si la eternidad es una ilusión, recuerda una novela en que afirmó que la eternidad es un lamento de sirenas, de dioses, de ecos, la eternidad un recurso de la mente que susurra al oído. El alma abotorgada por el estruendo de la personalidad, abrumada, necesita una ficción para ser, por eso los personajes necesitan creer que serán por siempre en un eterno retorno a lo diferente, a los estados primeros, a los encuentros sin reconocimiento. Sin embargo, ahora canta de nuevo, muchos hombres son inmortales, la naturaleza les otorga el don de lo infinito con el castigo de la indiferencia, cadenas de ADN, otros cuerpos, la cesión de nuestro espacio, obras que perduran en el tiempo, voces que se registran en ecos mecánicos. Mas la obsesión de la muerte previene, no deja pensar con claridad en lo que hemos sido o somos, recuperamos las historias, nuestras o no, y las contamos como juglares porque queremos reconocernos en esa inmortalidad tan dolorosa. Él no sigue escribiendo, tal vez sería motivo de otra historia, ahora debe acabar de rescatar el cuento, darle forma y presentarlo para que sea parte de las tramas de la vida.

Así sigue, ella, la madre, un día decide marcharse, sin ruido, se resistió un tiempo, vivió otro mucho, sonrió, abrazó y besó a los árboles, extrañada de haber vivido esa vida que muchas veces no reconocía como propia, pero vivida; hace tiempo qure lleva un pulsador en el cuello, no hace falta, decide quedarse sentada en un banco de un parque cualquiera. Es fácil encontrarla, igual olió en el aire fragancia de romero, puede que una parte infinitesimal del que era, el padre, haya impregnado la pituitaria y sea la primera y la última sensación. No debió ser un recuerdo, se pierde, las imágenes son elementos borrosos que quieren ser recuperadas por el cerebro, pero las sensaciones permanecen. Todo se reconduce hacia la normalidad de la muerte.

El escritor mira el cristal que deja en la vitrina el reflejo del cuerpo en que se distingue el pelo rojo. Esto somos y en esto nos convertimos, aquellos siguen ahí, parece que hubieran permanecido todos estos años en las salas del tanatorio, los mismos, ellos, los mismos, aquellos, rostros indiferentes ante esta ausencia irreparable que duele en las entrañas a los otros. El mismo teatro, la ceremonia y la palabra, el recuerdo verbalizado por un desconocido y por un conocido, pero no aplaca el deseo de que no se haya ido.

Los mismos quemadores, la misma llama azulada que se intuye, la paradoja de la muerte, haber sido bueno parece acabar quemándote en el infierno.

El mismo humo denso, las mismas chimeneas, ¿quedarán restos del que fue en las paredes? Es posible que se reencuentren ya en ese infinito instante, que se reconozcan de alguna forma y se fundan para seguir el viaje, o no, hacia un todo inasible. Las almas fragmentadas en suspiros.

Ya no está ella ni su pronombre, quedan cenizas que ellos y él esparcirán en el mar y la montaña, entre las manzanillas y el romero. Pinos. Ella, quien fue, siempre quiso ser árbol, pero no puede ser satisfecho el deseo, ese polvo que está en las manos de ellos se confundirá con la tierra, porque algo les dice, a todos, a él, que la madre volverá a fertilizar las montañas, las praderas de poseidonia, porque la madre vuelve a la tierra, madre, que mece a los hombres, a los árboles, a las hierbas.

Él vuelve al lugar en que sus manos se confundieron con el todo, la pradera de olores conmueve sus sentidos, crecen con fuerza algunos árboles, él, el escritor, quiere pensar que quienes fueron él y ella se han fundido en una eternidad mediterránea, de alguna forma, con ellos y todos los demás, los otros padres que se marcharon, las otras madres que se ausentaron.

El escritor toma con una mano romero, con otra agujas de pino, se las lleva a la nariz. Efectivamente, piensa, los recuerdos son olores.

Aquí acaba el cuento, dice él, el escritor, al otro, el hermano, lo tengo en la cabeza, fluye, es extraño, dice, se ha formado en pocos segundos, otra cosa es escribirlo, el otro asiente pensativo. El padre cabecea la siesta con la boca abierta aspirando toda la vida, millones de partículas que se inhalan y exhalan eternamente, indestructibles, eternas. La madre dormita con las piernas en alto. El padre se obsesiona con la muerte, dice al fin, como si llevase muriendo mucho tiempo, el otro asiente, la ficción de la muerte es un recurso de la vida para aprender el mito de vivir y, eso, ¿qué significa? Que morimos sin remedio todos los días y eso es vivir, fíjate que terrible y qué cierto, ¿sabes? La vida ya se encarga de la inmortalidad, él sonríe, es cierto.

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