Altura, agosto 2021
Los pinos consiguen bajar la temperatura del poniente, ese de un calor asfixiante que seca los ojos y las palabras. Él, el escritor, se sienta en una silla esperando aplacar el cansancio inevitable de la calima, el otro, el hermano, le mira mientras sigue haciendo fotos con la cámara en la mano.
La
mañana no sobresalta a los primeros personajes: el escritor y el hermano, el
padre aparece como aparecen los padres en las historias que hablan de los
padres, de refilón, como una presencia absoluta en el espacio tiempo del resto
de los actores. Se bañan él, el otro y ellos, aparece la otra y se lanza a los brazos de él, le besa, le toca, se ríen juntos con ese amor que no descansa, todos los pronombres en una
reunión de alegrías y saltos, de juegos y sensaciones. Luego la comida, el padre
intenta abordar al escritor, y ¿yo?, dice ella, la madre, pero él no deja que
la historia le amenace, ni que ella entre como personaje, no le permite contar su idea,
dice, lo veo en mi cabeza, no será tu cuento, será el mío, pero siempre seréis los
personajes que queráis ser, os podréis ver en mi ficción, no
dejaréis de percibiros diferentes, de ser otros, es posible que irreconocibles, no
seréis vosotros, pero quedaréis reflejados de una manera auténtica, es
literatura, ficción, pero la buena ficción es real, veraz, reconocible. De todas maneras es un relato sobre la pérdida del cuerpo, sobre el puzle de la eternidad, sobre el infinito indestructible,¿no?
La
duermevela del café, las inquietudes de ellos, nietos, sobrinos, familia,
conversaciones entrecruzadas y el escritor dictando en su cabeza, una palabra y
otra, una situación, una trama. La historia ha venido esta mañana a visitarlo,
sin estridencias, el otro la ha alimentado con sus silencios y sobreentendidos,
él la ha tomado prestada de entre las historias, esta no le ha hecho falta
anotarla en su libreta. Se sienta mirando las montañas y el mar, podría
describir la belleza, las sensaciones, lo inabarcable para el ser que es la
imagen del todo, pero eso es otro relato. El bardo canta la historia. Más
tarde, cuando la ficción ya ha sido contada, participará a ella, la madre, la trama,
es difícil matar al padre, necesario, pero difícil, mucho más hacerlo con la madre,
es algo morboso, dice ella, te lo digo porque ha sido una experiencia
psicológica compleja, llena de trampas y de tentaciones, el escritor tiene esa
potestad, la de alterar lo que escribe y ser infiel a la historia, al fin y al
cabo, es él quien sufre, llora y ríe.
Imagina
que hubo una vez un padre, él, un hombre que vivía y respiraba, que no hablaba
y que callaba. Ahora imagina que
hubo una vez una madre, ella, una mujer que amaba y sufría, que no callaba y
hablaba.
Imaginemos
que son ancianos, más que antes, más de lo que son en este día de poniente, otros han ido llenado los espacios de sus
vidas y ocupándolos, su tiempo va agotándose consumido por estos que
pululan a su alrededor y les sonríen, les hablan, les besan. Han sido niños
ellos también, jóvenes, adultos, padres, madres, abuelos, han vivido
con las sorpresas y la calma del tiempo.
Imaginemos
que él fue el primero, el padre, el abuelo, que dejó su cuerpo abandonado en un
sofá, un rato solo, no mucho más. Ella se encuentra con él, con la forma
yaciente sin gestos, fría, indiferente, recostada de forma habitual, sin
estridencias, sin morbo, solo ha formalizado su ausencia.
Luego
un baile de cierta conmoción, preparativos familiares, otros extraños que toman
el cuerpo y lo acuestan, lo visten, lo tapan, luego lo maquillan, lo limpian,
lo encierran en la urna de un tanatorio aséptico donde muchos deambulan
encontrándose con la muerte.
Él,
ahora es el escritor, su cuerpo ya carece de atributos, mira el cristal que
sacraliza al que fue el padre en una muestra de arte compleja, blanco, plácido
como dormido, las mejillas hundidas buscando el fondo del cuerpo, esto somos y
en esto nos convertimos, en el resto de un cuerpo donde no podemos observar al alma.
Los
otros junto a él se miran con congoja, cultura, aquí no hay café con leche ni
tarta de manzana, es absurdo, esta ausencia debe ser celebrada, toda una vida,
ahora otra vida sin pensamientos, quién sabe, hablan entre ellos, hablan,
solicitan, atienden, besan, ven en esos otros que no veían, vienen aquellos que
no se sabía que fueran. La muerte es efímera como los encuentros.
Se
ve el féretro sobre el quemador. Un tiempo extra de presencia, luego ausencia,
los restos en una caja de zapatos, paradójico, irónico. Ella decide elegir,
debe ser así, la madre, todavía un cuerpo, un espacio y un tiempo, aquí y allí,
dice, en el mar y en la montaña, en el campo donde hay romero y manzanilla. Al
final debemos devover el préstamo.
La
cremación evapora el agua, el extractor expele el humo por la chimenea. Las
ciudades ya no vomitan el smog viscoso del carbón, por las tuberías se escapan
de una imagen antigua, los muertos sobrevuelan las casas, los parques, a los
hombres de buena y mala voluntad, el alma trasformada viaja como partículas de
una química ancestral y se confunde con el granizo, con la nieve y con la
niebla, el alma fragmentada, moléculas que carecen de la conciencia de quien
fue, ya no hay padre, ya no hay reproches, quedan manzanillas y charcos,
bosques y océanos. Es curioso, dice para sí el escritor, cuando todo
desaparezca, quedarán todas esas partículas sin recuerdos.
La
vida sigue con el sentido de la vida, él ahora es el escritor, el primer
personaje se convierte en personaje principal, ya no hay pronombres para el
padre. Se alimentan los recuerdos en las veladas familiares, se reconstruyen,
se rehacen, se reforman. Quien fue puede estar en el vaho de la ventana, en la
infusión de la merienda, en cada inhalación que hacen los otros.
La
montaña estática se eleva enfrente de él, el bardo para de cantar, descansa y
abandona el pensamiento hacia ninguna parte. Se pregunta si la eternidad es una
ilusión, recuerda una novela en que afirmó que la eternidad es un lamento
de sirenas, de dioses, de ecos, la eternidad un recurso de la mente que susurra
al oído. El alma abotorgada por el estruendo de la personalidad, abrumada,
necesita una ficción para ser, por eso los personajes necesitan creer que serán
por siempre en un eterno retorno a lo diferente, a los estados primeros, a los
encuentros sin reconocimiento. Sin embargo, ahora canta de nuevo, muchos hombres son
inmortales, la naturaleza les otorga el don de lo infinito con el castigo de la
indiferencia, cadenas de ADN, otros cuerpos, la cesión de nuestro espacio,
obras que perduran en el tiempo, voces que se registran en ecos mecánicos. Mas
la obsesión de la muerte previene, no deja pensar con claridad en lo que hemos
sido o somos, recuperamos las historias, nuestras o no, y las contamos como
juglares porque queremos reconocernos en esa inmortalidad tan dolorosa. Él no
sigue escribiendo, tal vez sería motivo de otra historia, ahora debe acabar de
rescatar el cuento, darle forma y presentarlo para que sea parte de las tramas de
la vida.
Así
sigue, ella, la madre, un día decide marcharse, sin ruido, se
resistió un tiempo, vivió otro mucho, sonrió, abrazó y besó a los árboles,
extrañada de haber vivido esa vida que muchas veces no reconocía como propia,
pero vivida; hace tiempo qure lleva un pulsador en el cuello, no hace falta, decide
quedarse sentada en un banco de un parque cualquiera. Es fácil encontrarla,
igual olió en el aire fragancia de romero, puede que una parte infinitesimal
del que era, el padre, haya impregnado la pituitaria y sea la primera y la
última sensación. No debió ser un recuerdo, se pierde, las imágenes son
elementos borrosos que quieren ser recuperadas por el cerebro, pero las
sensaciones permanecen. Todo se reconduce hacia la normalidad de la muerte.
El
escritor mira el cristal que deja en la vitrina el reflejo del cuerpo en que se
distingue el pelo rojo. Esto somos y en esto nos convertimos, aquellos siguen
ahí, parece que hubieran permanecido todos estos años en las salas del
tanatorio, los mismos, ellos, los mismos, aquellos, rostros indiferentes ante esta
ausencia irreparable que duele en las entrañas a los otros. El mismo teatro, la ceremonia y
la palabra, el recuerdo verbalizado por un desconocido y por un conocido, pero
no aplaca el deseo de que no se haya ido.
Los
mismos quemadores, la misma llama azulada que se intuye, la paradoja de la
muerte, haber sido bueno parece acabar quemándote en el infierno.
El
mismo humo denso, las mismas chimeneas, ¿quedarán restos del que fue en las
paredes? Es posible que se reencuentren ya en ese infinito instante, que se
reconozcan de alguna forma y se fundan para seguir el viaje, o no, hacia un
todo inasible. Las almas fragmentadas en suspiros.
Ya
no está ella ni su pronombre, quedan cenizas que ellos y él esparcirán en el
mar y la montaña, entre las manzanillas y el romero. Pinos. Ella, quien fue,
siempre quiso ser árbol, pero no puede ser satisfecho el deseo, ese polvo que
está en las manos de ellos se confundirá con la tierra, porque algo les dice, a
todos, a él, que la madre volverá a fertilizar las montañas, las praderas de
poseidonia, porque la madre vuelve a la tierra, madre, que mece a los hombres,
a los árboles, a las hierbas.
Él
vuelve al lugar en que sus manos se confundieron con el todo, la pradera de
olores conmueve sus sentidos, crecen con fuerza algunos árboles, él, el
escritor, quiere pensar que quienes fueron él y ella se han fundido en una
eternidad mediterránea, de alguna forma, con ellos y todos los demás, los otros
padres que se marcharon, las otras madres que se ausentaron.
El
escritor toma con una mano romero, con otra agujas de pino, se las lleva a la
nariz. Efectivamente, piensa, los recuerdos son olores.
Aquí
acaba el cuento, dice él, el escritor, al otro, el hermano, lo tengo en la
cabeza, fluye, es extraño, dice, se ha formado en pocos segundos, otra cosa es
escribirlo, el otro asiente pensativo. El padre cabecea la siesta con la boca
abierta aspirando toda la vida, millones de partículas que se inhalan y exhalan
eternamente, indestructibles, eternas. La madre dormita con las piernas en
alto. El padre se obsesiona con la muerte, dice al fin, como si llevase
muriendo mucho tiempo, el otro asiente, la ficción de la muerte es un recurso
de la vida para aprender el mito de vivir y, eso, ¿qué significa? Que morimos
sin remedio todos los días y eso es vivir, fíjate que terrible y qué cierto,
¿sabes? La vida ya se encarga de la inmortalidad, él sonríe, es cierto.
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