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lunes, 9 de agosto de 2021

Performance

 

Altura-Silla,  agosto 2021

Ella toca con la mano el espejo, con toda la mano. Bajo la piel alguna sensación porque se queda mirando las huellas que configuran caminos en el vaho, una mancha de grasa en el reflejo, el suyo, el de una desconocida que la maltrata todos los días, alguien que se presenta ajena, pero que no cesa de susurrarle palabras de desconsuelo, estás gorda, envejeces mal, mira tu flaccidez, todo indica que es así, como en un tópico de película, como en una escena ingeniosa de una novela. 

Mientras ha ido abriendo los frascos con maquillajes. 

La mano permanece como un dibujo imperfecto, ella sigue fijando la vista en los chorretones que van borrándola a pesar de abrir frascos con una mecánica inconsciente. Se puede especular sobre el significado que tiene para el personaje la huella, la firmeza de la primera impresión y su desvanecimiento paulatino, se puede interpretar que Ella marca su tiempo, pero se abandona a su desesperación, a las preguntas que asaltan a los actores en un momento u otro de la existencia, qué soy, por qué, a dónde, sus ojos tienen algo de brillo por la luz que refleja, por la reciente ducha, por el vapor, pero nada tras ellos indica que quieran abrirse a lo que le espera. Su cuerpo no es fláccido, ni sus pechos han perdido firmeza, su cuerpo es tan perfecto como todos los cuerpos, es simple, sus ojos no quieren verlo.

Una cara, la mirada fina en la imagen, las pestañas que van cobrando una forma de artificio, largas, negras, irreales para configurar la imaginación del espectador. Se hace el pelo, se arregla con cuidado un topo en la cabeza, parece descuidado, pero ha tardado un rato en hacerlo, con esmero, como si fuera una arquitecta de lo cotidiano, el color cobra las mejillas, no hace falta, su piel es joven, pero la máscara es necesaria para la función, para la actuación improvisada. Todo parece casual, todo con un descuido calculado. Comprueba que no quede rastro de vello en ninguna parte del cuerpo, retira un pelo, otro, revisa, se acaricia, una leve sonrisa, tal vez descubre el recorrido interminable del cuerpo.

La habitación de hotel está impecable, él descansa sobre la cama, el móvil en la palma y los dedos enviando mensajes en un programa de chats. La mecánica reiterativa de una comunicación de gestos, un icono, otro mensaje, una sonrisa en los labios, otro mensaje. Él ausente con la vista perdida para ella, pero concentrado en la sensación que le producen los emoticones que se suceden en una procesión incesante. Ella desnuda, ahora, muy cerca de él, transformada en una estatua perfecta, se insinúa con un susurro, él apenas sí levanta la vista, la observa y la ausencia se convierte en una atención primaria, también mecánica; un gesto imperceptible, sin embargo sus ojos solo tienen tiempo para mirar la pantalla. Ella abatida, sus movimientos indican que necesita decirle algo, que su cuerpo anhela las manos, el aliento y el deseo, nada de eso se producirá ahora, no es el momento, es posible que haga tiempo que no es el momento para conversar, para mirarse, para desearse con la urgencia de unos primeros momentos que parecen ahora imposibles.

Ya se ha vestido, el bikini resalta sus pechos abundantes y el tanga deja a la vista parte de sus nalgas, tal vez se curvan en los laterales, es posible que sus ojos solo estén mirando esa parte imperceptible de un cuerpo hermoso, se toca, gira alrededor de un eje imaginario, se mueve y observa en el espejo de pared si hay la más leve imperfección, se retoca, es capaz de construir la imagen perfecta de quien imagina ser, pero en su mirada se observa la necesidad del deseo, el dolor de volver a ser.

Están tumbados en unas hamacas desde donde se observa el peñón que parece incrustado en el mar, él pierde la vista en el reflejo del agua, algo más lejos las olas, el aire del Sur sopla con una fuerza de vendaval para dejar todo estático, apenas clientes, es por la tarde, debe saber que no han hecho el amor, que el cuerpo de Ella ya no es una quimera, pero nada hace que vuelva la vista hacia el otro lado. Ella observa alrededor, se levanta y pasea por la piscina, insinúa sus formas a espectadores interesados en un espectáculo antiguo, no sonríe, no altera el paso, entra en el agua rompiendo el imaginario de los reflejos e intenta no mojarse el moño, le dirige la palabra, le pide una foto, ella posa, todos posan en estos tiempos de calor, miles de fotos, miles de imágenes que se retocan para una eternidad sin garantías. Apenas un clic sin interés, ella se abandona en el borde del océano.

Ella se deja llevar por el desconsuelo, algo en sus movimientos invita a pensar que un dolor antiguo le abrasa las entrañas, parece no saber cómo actuar, sus movimientos, la perfección del atuendo, su rostro convertido en una porcelana sin reflejos, no son más que el atuendo de la conquista. Le palpita la sien, los labios producen palabras que no salen, se le inflaman los labios, se le erizan los pezones, la piel adquiere un tono metálico que la confunde con el agua. Parece que concluye la función.

En un movimiento sincronizado se ha ido vistiendo con parsimonia, recordando, tal vez, que se había preparado para una actuación con un público difuso, ellos, los espectadores, la han mirado con el disimulo torpe que no pretende ser descubierto, Él ha seguido ensimismado en la ficción del mundo sin fronteras.

La huida es brusca, él tarda en percibir que el cuerpo que estaba a su lado ha desaparecido, apenas si recuerda la imagen captada en una fotografía hace unos instantes, entonces se recreó en la construcción de la imagen de una mujer que no reconoció. Alcanza a ver la gasa del vestido de playa, debe pensar que será de la mujer que estaba con él, vuelve la vista a la pantalla y continúa tecleando. Algo cambia, es necesario para forzar un clímax en esta historia, el aire, el tiempo, pero se levanta con una alarma previsible y se dirige hacia un espacio que ya no ocupa nadie.

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