Altura-Silla, agosto 2021
Ella toca con la mano el espejo, con toda la mano. Bajo la piel alguna sensación porque se queda mirando las huellas que configuran caminos en el vaho, una mancha de grasa en el reflejo, el suyo, el de una desconocida que la maltrata todos los días, alguien que se presenta ajena, pero que no cesa de susurrarle palabras de desconsuelo, estás gorda, envejeces mal, mira tu flaccidez, todo indica que es así, como en un tópico de película, como en una escena ingeniosa de una novela.
Mientras ha ido abriendo los frascos con maquillajes.
La mano
permanece como un dibujo imperfecto, ella sigue fijando la vista en los
chorretones que van borrándola a pesar de abrir frascos con una mecánica
inconsciente. Se puede especular sobre el significado que tiene para el
personaje la huella, la firmeza de la primera impresión y su desvanecimiento
paulatino, se puede interpretar que Ella marca su tiempo, pero se abandona a su
desesperación, a las preguntas que asaltan a los actores en un momento u otro
de la existencia, qué soy, por qué, a dónde, sus ojos tienen algo de brillo por
la luz que refleja, por la reciente ducha, por el vapor, pero nada tras ellos
indica que quieran abrirse a lo que le espera. Su cuerpo no es fláccido, ni sus
pechos han perdido firmeza, su cuerpo es tan perfecto como todos los cuerpos,
es simple, sus ojos no quieren verlo.
Una
cara, la mirada fina en la imagen, las pestañas que van cobrando una forma de artificio,
largas, negras, irreales para configurar la imaginación del espectador. Se hace
el pelo, se arregla con cuidado un topo en la cabeza, parece descuidado, pero ha
tardado un rato en hacerlo, con esmero, como si fuera una arquitecta de lo
cotidiano, el color cobra las mejillas, no hace falta, su piel es joven, pero
la máscara es necesaria para la función, para la actuación improvisada. Todo
parece casual, todo con un descuido calculado. Comprueba que no quede rastro de
vello en ninguna parte del cuerpo, retira un pelo, otro, revisa, se acaricia,
una leve sonrisa, tal vez descubre el recorrido interminable del cuerpo.
La
habitación de hotel está impecable, él descansa sobre la cama, el móvil en la
palma y los dedos enviando mensajes en un programa de chats. La mecánica reiterativa
de una comunicación de gestos, un icono, otro mensaje, una sonrisa en los
labios, otro mensaje. Él ausente con la vista perdida para ella, pero
concentrado en la sensación que le producen los emoticones que se suceden en
una procesión incesante. Ella desnuda, ahora, muy cerca de él, transformada en
una estatua perfecta, se insinúa con un susurro, él apenas sí levanta la vista,
la observa y la ausencia se convierte en una atención primaria, también
mecánica; un gesto imperceptible, sin embargo sus ojos solo tienen tiempo para
mirar la pantalla. Ella abatida, sus movimientos indican que necesita decirle
algo, que su cuerpo anhela las manos, el aliento y el deseo, nada de eso se
producirá ahora, no es el momento, es posible que haga tiempo que no es el
momento para conversar, para mirarse, para desearse con la urgencia de unos
primeros momentos que parecen ahora imposibles.
Ya
se ha vestido, el bikini resalta sus pechos abundantes y el tanga deja a la
vista parte de sus nalgas, tal vez se curvan en los laterales, es posible que
sus ojos solo estén mirando esa parte imperceptible de un cuerpo hermoso, se
toca, gira alrededor de un eje imaginario, se mueve y observa en el espejo de
pared si hay la más leve imperfección, se retoca, es capaz de construir la
imagen perfecta de quien imagina ser, pero en su mirada se observa la necesidad
del deseo, el dolor de volver a ser.
Están
tumbados en unas hamacas desde donde se observa el peñón que parece incrustado
en el mar, él pierde la vista en el reflejo del agua, algo más lejos las olas,
el aire del Sur sopla con una fuerza de vendaval para dejar todo estático,
apenas clientes, es por la tarde, debe saber que no han hecho el amor, que el
cuerpo de Ella ya no es una quimera, pero nada hace que vuelva la vista hacia
el otro lado. Ella observa alrededor, se levanta y pasea por la piscina,
insinúa sus formas a espectadores interesados en un espectáculo antiguo, no
sonríe, no altera el paso, entra en el agua rompiendo el imaginario de los
reflejos e intenta no mojarse el moño, le dirige la palabra, le pide una foto,
ella posa, todos posan en estos tiempos de calor, miles de fotos, miles de
imágenes que se retocan para una eternidad sin garantías. Apenas un clic sin
interés, ella se abandona en el borde del océano.
Ella
se deja llevar por el desconsuelo, algo en sus movimientos invita a pensar que
un dolor antiguo le abrasa las entrañas, parece no saber cómo actuar, sus
movimientos, la perfección del atuendo, su rostro convertido en una porcelana
sin reflejos, no son más que el atuendo de la conquista. Le palpita la sien,
los labios producen palabras que no salen, se le inflaman los labios, se le
erizan los pezones, la piel adquiere un tono metálico que la confunde con el
agua. Parece que concluye la función.
En un movimiento sincronizado se ha ido vistiendo con parsimonia, recordando, tal vez, que se había preparado para una actuación con un público difuso, ellos, los espectadores, la han mirado con el disimulo torpe que no pretende ser descubierto, Él ha seguido ensimismado en la ficción del mundo sin fronteras.
La
huida es brusca, él tarda en percibir que el cuerpo que estaba a su lado ha
desaparecido, apenas si recuerda la imagen captada en una fotografía hace unos
instantes, entonces se recreó en la construcción de la imagen de una mujer que
no reconoció. Alcanza a ver la gasa del vestido de playa, debe pensar que será
de la mujer que estaba con él, vuelve la vista a la pantalla y continúa
tecleando. Algo cambia, es necesario para forzar un clímax en esta historia, el aire, el tiempo, pero se levanta con una alarma
previsible y se dirige hacia un espacio que ya no ocupa nadie.
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