Agosto 2021
Las calles han desaparecido de los mapas, los transeúntes no se observan, avenidas vaciadas como anécdota de la memoria de los ausentes, de ellos, de los que ocupaban los espacios de las imágenes colectivas de la ciudad.
Observa, puedo ver cómo mira perplejo alrededor, al
frente o hacia el infinito de los tejados, lo siento en mí, como el personaje
lo vive en sus propias carnes, si tiene carnes, no las he descrito, no puedo,
es posible que me identifique con él no siendo él, o sí lo soy, me pregunto si
mi personaje se puede revelar, si puede tener vida propia, si existe en el
limbo de las ficciones, en esos espacios que el escritor, el otro, yo, descubre
cada vez que se asoma a su propio vacío.
Retomemos sin miedo la historia de Él, el verdadero
personaje de este cuento, mi otro yo que no se parece en nada a mí mismo, o que
soy sin dudas, no importa.
El calor es asfixiante, la ola de calor no tiene
piedad con lo que toca, lo calcina todo, el aire irrespirable quema los
pulmones, reseca los ojos, pero puede mirar sin necesidad de la retina, el
escritor percibe. En algún momento ha de empezar la trama.
Siempre
he tenido una edad incierta. Es algo difícil de explicar, pero lo cierto es que
nunca he aparentado la edad que de verdad tenía, alguna edad concreta,
percibible. No sé si recuerdo mucho del pasado, aunque sé con certeza que no siempre
fue así. O sí. Es posible que cuando era un adolescente se pudiera pensar que
era un hombre en ciernes, un casi hombre, para ser más exactos, tampoco podría
asegurarlo porque la memoria hace y deshace a su antojo, sin preocuparse mucho
por lo que es verdad o no, se amolda o construye los recuerdos a su provecho, o
a la conveniencia de las necesidades que se tienen en cada momento de una vida.
Así que no puedo saber si alguna vez fui un niño o si alguna vez he llegado a
ser un hombre maduro porque eso es lo que soy ahora, un hombre maduro que busca
las canas en su barba y en su pelo, pero que le cuesta, que acepta con soberbia
que le digan, en la vida pensé que tuvieras esa edad o que en los
últimos años nadie haya sido capaz de saber el alcance de la decrepitud del
cuerpo, de verlo, de observar solo al hombre que hay en este organismo o
tampoco ven al hombre que hay en este cuerpo, es posible que no, porque es
difícil establecer las conexiones entre mi apariencia y mi yo, el que subyace,
pero yo me miro, me miro y sé que el cuerpo tiene la edad que tiene, una edad
que es resultado del tiempo que ha pasado, de un tiempo que creo que ha pasado
en realidad, porque mi conciencia de haber vivido es más bien difusa, se
concentra en unos cuantos recuerdos dispersos por el entramado neuronal, una
vaga conciencia de haber poseído alguna vez esos momentos, de haberlos
disfrutado de alguna manera. Es difícil saber cuánto se ha vivido, cuándo se ha
estado inmerso en la dinámica de la vida, de saber si hemos sido todo el tiempo
o el tiempo no es más que una variable indeterminada en todo este armazón.
Somos en el momento, es una afirmación temeraria porque decir que somos en el
momento significa decir que no está claro que fuimos en otros momentos, pero en
realidad es así, es algo que intuyo, supongo, desde hace tiempo y aquí vuelvo a
engañarme pensando que esto debe de haber conquistado mi cabeza hace mucho
tiempo.
Estos
últimos días me ha pasado algo curioso. Hablando con al menos tres personas
diferentes estos me han contado recuerdos comunes de hace, como poco, una
decena de años, y las variantes han sido curiosas: desde haber compartido un
viaje al extranjero que nunca realicé, hasta haber disfrutado de una agradable
cena que nunca hicimos, pero me he dado cuenta de que hay un elemento común,
estas personas han añadido a sus recuerdos un factor que les resultaba
agradable y han reconfigurado su vida sobre esa falsedad que ha recreado su
memoria, es hermoso, pero al mismo tiempo inquietante porque no puedo
determinar con exactitud si soy yo el que tiene razón o son ellos, si estuve de
verdad en el extranjero o cené esa noche, puede que mis recuerdos se hayan
borrado y yo haya rehecho a mi antojo aquellas circunstancias, como si todo lo
amoldase al devenir sin aventuras, al ser sin historia, a la nada que soy.
Soy
nada, un hombre, al fin y al cabo, con una edad indeterminada, todavía por
saber dónde empiezo y dónde acabo la vida que ahora conozco, extraño para los
demás y alucinado de mi reflejo cuando me lavo la cara por la mañana.
El
personaje sigue transitando la avenida, la calle, la plaza, la historia se ha
abierto a golpes, un segundo, dos, luego ha desaparecido, tal vez queda el poso
de la trama, la configuración del recuerdo como personaje, la vanidad como
motivo, como desencadenante, tal vez por eso para ante un escaparate, el
relumbre del sol no le deja observar los zapatos que se asemejan a una amalgama
informe de imágenes sin apariencia de forma. Pero su reflejo es nítido, su
cuerpo es nítido, su ropa, sus piernas o su rostro que luce una barba descuidada,
su pelo peinado con cepillo, con un lustre de tango, y las arrugas que apenas
surcan su cara, eso soy, en eso transito, así la verdadera historia se abre
paso entre sus carnes, los senderos que emborronan el rostro son el verdadero
mapa de la única ciudad que habita.
Son
evidentes los surcos nasogenianos, esos
cortes que enmarcan el labio, qué historia cuentan, ese es el objeto de este
relato; en realidad son decenas de microrelatos minúsculos, son olores que
recupera cuando abre los ojos, el olor de los higos cuando los niños, él fue
niño, recorrían el barranco y se subían en las frágiles ramas de las higueras y
comían las brevas que abrían para compartir entre ellos, la sensación de
libertad absoluta, la sensación, claro que la sensación, la felicidad de las
risas, del aire cálido del verano, del picor en la piel; recorre con la vista
la longitud irregular y observa el deseo de la adolescencia, la bicicleta en la
carretera y los nervios para que bajara su amor y le esperara en la parada del
autobús, el sufrimiento, las cartas de decenas de folios en que manifestaba un deseo
salvaje e irracional, los besos, los roces, el pantalón vaquero ajustado a las
nalgas, el pelo enganchado en un coletero, la irresistible marea de las
hormonas navegando cada poro, cada parte del cuerpo, y luego la pérdida, el
abandono, la separación de lo que nunca fue nada, pero que se marcó sin remedio
en el rastro del rostro; más tarde los descubrimientos,
la necesidad de la amistad, la fraternidad, los amigos que invaden los espacios
del alma y la casa, todos tirados en el comedor comiendo en bandejas, viendo la
televisión o jugando al Monopoli toda
la noche, saliendo a beber, ir a los carajillos, reírse junto a un grupo de
chicas en un piso de estudiantes, leer un libro que alguien ha descubierto,
asombrarse por todo, todo el rato, y creer que la vida no va a avanzar ni un
milímetro más, pensar que se va a quedar en el punto exacto, etéreo e informe
de esos descubrimientos asombrosos; ver las manos peladas y con sangre por la
alergia, no saberlo, probar todas las cremas de las farmacias, ir a
dermatólogos, ver sufrir a tu madre, sufrir tú en silencio sin saber muy bien a
dónde va a llevar todo eso, tener vergüenza de tocarle los pechos a la chica
que te quiere, mancharle la blusa y que el deseo sucumba al miedo. Aquí se
nombra un desencadenante fundamental de la acción: el miedo; empieza entonces
el miedo al fracaso, el personaje se mira los surcos del entrecejo y sabe que
ahí reside el miedo, la preocupación e incertidumbre, el complejo de
inferioridad, el síndrome del impostor que le ha ido asaltando desde entonces,
desde ese momento que no quiere recordar la memoria, ese instante en que fue
consciente de que era diferente, pero que no sabía canalizar su diferencia,
asumirla, contrastarla y aprovecharse de la inercia de lo excepcional; fue, tal
vez entonces, cuando perdió a ratos la sonrisa, la extravió en meandros
complejos que no quería navegar; miedo a saltar la zanja cuando recorría de
niño con los gitanos el barranco donde había higos, charcos y polvo, aquel
terror a contradecir la voz oculta que le decía: eso no lo hagas, no vayas por
ahí, evita el peligro, nunca te destaques, nunca seas tú mismo, déjate llevar
por la inercia de los tiempos; miedo a ser rechazado; miedo a no llegar a objetivos
inasibles marcados por el otro; miedo a fracasar en los estudios, a no haber
elegido algo con sentido; miedo a haber leído menos que los demás; miedo a no
ser mirado; miedo a su olor, de nuevo el olor, miedo; miedo a perder el
trabajo; miedo a perderlo todo; miedo a no ser el hijo que se esperaba, el
hermano que se ansiaba. Esas arrugas son tan antiguas que el escritor no puede
saber con certeza si fue en aquel momento cuando empezaron a surcarle la frente
o si ya las tuvo al nacer, porque los ejercicios con la memoria tienen estos
peligros, que uno se adentre en los recovecos de la evocación y rescate
imágenes que convertirá en historias, así cree reconocer a un niño que empieza
a andar y cae por las escaleras de una casita con dos palosantos, lleno el
patio de caquis maduros, un niño nadando en una balsa y su primo saltando sobre
su labio y sintiendo cómo un diente le atraviesa el labio; miedo a tocarse
junto al hermano, el otro, jugando con sus penes al aire, niños, y llorando de
risa, pero con el terror a que la iaia les pudiera ver desde la ventana con
rejas verdes; el miedo de entonces, tal vez eterno, de bañarse junto a las
cañas, de subir en bicicleta; miedo de no ser el más rápido, zapatos
ortopédicos dando vueltas al patio, el militar con órdenes en los labios, más,
corred más, él adolescente, el más lento, agotado, una vez más fracasando en la
ilusión masculina de aquellos tiempos; miedo a todas las historias que no
cuenta, que no puede o no quiere rescatar, miedo al miedo que rompe las paredes
del intestino y lo desgarra por dentro en una angustia que torna repetitiva.
Una
inmensidad de calor se abre ante mis ojos, los del que ahora escribe este
cuento, dejo vagar mi vista por los azules intransitables de la calima de
verano, el polvo del Sáhara en suspensión le da al ambiente un aire de película
de vampiros, pero sin esa noche en que la sangre mana por los cuellos de
vírgenes embobadas. Un rostro sin arrugas, de edad indeterminada, pero tantos
surcos perceptibles que le dicen quién es, quién fue, que lo hacen resplandecer
como nadie resplandece en ese momento exacto de la creación, ser único, el
escritor cierra los ojos, el sudor se convierte en el verdadero océano que
cubre todo, y eso, amigo, ya no me permite acceder a más recuerdos, me veda el
paso a los otros mundos de los personajes, pero no importa porque he contado
una historia, aunque Él no ha querido acabar la suya.
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