Translate

domingo, 15 de agosto de 2021

Indeterminado

 Agosto 2021


Las calles han desaparecido de los mapas, los transeúntes no se observan, avenidas vaciadas como anécdota de la memoria de los ausentes, de ellos, de los que ocupaban los espacios de las imágenes colectivas de la ciudad.

Nada, la realidad no existe si no se vive, quién dice que las selvas amazónicas son ciertas si no las experimenta el que escribe, tal vez alguna imagen en los documentales de cadenas residuales, incluso en los repositorios de las nubes inciertas que lo fagocitan todo. El escritor asombrado camina y experimenta espacios que se redimensionan con cada paso, reflejos del sol que asoma entre las cornisas que descubre si levanta la cabeza. Sorpresa, la capacidad de sorpresa infinita, los ojos abiertos, la flexibilidad plástica del alma para respirar el impacto sin límite de la luz, del ocaso, de esos reflejos que vomitan fantasmas, él en la jungla del pensamiento que se diluye en mares inagotables. Él, ahora protagonista, nota en la piel el peso de su tiempo, el sudor recorriéndole la espalda o los pensamientos que se agolpan sin ningún orden. Las palabras se abren paso, no obstante, y escriben a cada instante historias que se van perdiendo en el laberinto habitado por minotauros, en los recovecos intangibles de su mente; sé lo que piensa, tengo acceso a sus datos, puedo manipular sus deseos, configurarlo conforme a mis necesidades, es una historia dentro de otra historia y, más tarde, veremos muchas historias dentro de esta historia en una sucesión de fotos que no alcanzan el fin, siempre el lector podrá añadir una perspectiva, una lectura diferente a la que os ofrezco a vosotros, a quienes estáis ahora mismo intentando entender qué os estoy contando, por eso el escritor debe deambular sin orden, como sus pensamientos, como sus tramas agolpadas, como las historia recuperadas en fugaces instantes de los abismos sin color de los recuerdos.

Observa, puedo ver cómo mira perplejo alrededor, al frente o hacia el infinito de los tejados, lo siento en mí, como el personaje lo vive en sus propias carnes, si tiene carnes, no las he descrito, no puedo, es posible que me identifique con él no siendo él, o sí lo soy, me pregunto si mi personaje se puede revelar, si puede tener vida propia, si existe en el limbo de las ficciones, en esos espacios que el escritor, el otro, yo, descubre cada vez que se asoma a su propio vacío.

Retomemos sin miedo la historia de Él, el verdadero personaje de este cuento, mi otro yo que no se parece en nada a mí mismo, o que soy sin dudas, no importa.

El calor es asfixiante, la ola de calor no tiene piedad con lo que toca, lo calcina todo, el aire irrespirable quema los pulmones, reseca los ojos, pero puede mirar sin necesidad de la retina, el escritor percibe. En algún momento ha de empezar la trama.

Siempre he tenido una edad incierta. Es algo difícil de explicar, pero lo cierto es que nunca he aparentado la edad que de verdad tenía, alguna edad concreta, percibible. No sé si recuerdo mucho del pasado, aunque sé con certeza que no siempre fue así. O sí. Es posible que cuando era un adolescente se pudiera pensar que era un hombre en ciernes, un casi hombre, para ser más exactos, tampoco podría asegurarlo porque la memoria hace y deshace a su antojo, sin preocuparse mucho por lo que es verdad o no, se amolda o construye los recuerdos a su provecho, o a la conveniencia de las necesidades que se tienen en cada momento de una vida. Así que no puedo saber si alguna vez fui un niño o si alguna vez he llegado a ser un hombre maduro porque eso es lo que soy ahora, un hombre maduro que busca las canas en su barba y en su pelo, pero que le cuesta, que acepta con soberbia que le digan, en la vida pensé que tuvieras esa edad o que en los últimos años nadie haya sido capaz de saber el alcance de la decrepitud del cuerpo, de verlo, de observar solo al hombre que hay en este organismo o tampoco ven al hombre que hay en este cuerpo, es posible que no, porque es difícil establecer las conexiones entre mi apariencia y mi yo, el que subyace, pero yo me miro, me miro y sé que el cuerpo tiene la edad que tiene, una edad que es resultado del tiempo que ha pasado, de un tiempo que creo que ha pasado en realidad, porque mi conciencia de haber vivido es más bien difusa, se concentra en unos cuantos recuerdos dispersos por el entramado neuronal, una vaga conciencia de haber poseído alguna vez esos momentos, de haberlos disfrutado de alguna manera. Es difícil saber cuánto se ha vivido, cuándo se ha estado inmerso en la dinámica de la vida, de saber si hemos sido todo el tiempo o el tiempo no es más que una variable indeterminada en todo este armazón. Somos en el momento, es una afirmación temeraria porque decir que somos en el momento significa decir que no está claro que fuimos en otros momentos, pero en realidad es así, es algo que intuyo, supongo, desde hace tiempo y aquí vuelvo a engañarme pensando que esto debe de haber conquistado mi cabeza hace mucho tiempo.

Estos últimos días me ha pasado algo curioso. Hablando con al menos tres personas diferentes estos me han contado recuerdos comunes de hace, como poco, una decena de años, y las variantes han sido curiosas: desde haber compartido un viaje al extranjero que nunca realicé, hasta haber disfrutado de una agradable cena que nunca hicimos, pero me he dado cuenta de que hay un elemento común, estas personas han añadido a sus recuerdos un factor que les resultaba agradable y han reconfigurado su vida sobre esa falsedad que ha recreado su memoria, es hermoso, pero al mismo tiempo inquietante porque no puedo determinar con exactitud si soy yo el que tiene razón o son ellos, si estuve de verdad en el extranjero o cené esa noche, puede que mis recuerdos se hayan borrado y yo haya rehecho a mi antojo aquellas circunstancias, como si todo lo amoldase al devenir sin aventuras, al ser sin historia, a la nada que soy.

Soy nada, un hombre, al fin y al cabo, con una edad indeterminada, todavía por saber dónde empiezo y dónde acabo la vida que ahora conozco, extraño para los demás y alucinado de mi reflejo cuando me lavo la cara por la mañana.

El personaje sigue transitando la avenida, la calle, la plaza, la historia se ha abierto a golpes, un segundo, dos, luego ha desaparecido, tal vez queda el poso de la trama, la configuración del recuerdo como personaje, la vanidad como motivo, como desencadenante, tal vez por eso para ante un escaparate, el relumbre del sol no le deja observar los zapatos que se asemejan a una amalgama informe de imágenes sin apariencia de forma. Pero su reflejo es nítido, su cuerpo es nítido, su ropa, sus piernas o su rostro que luce una barba descuidada, su pelo peinado con cepillo, con un lustre de tango, y las arrugas que apenas surcan su cara, eso soy, en eso transito, así la verdadera historia se abre paso entre sus carnes, los senderos que emborronan el rostro son el verdadero mapa de la única ciudad que habita.

Son evidentes  los surcos nasogenianos, esos cortes que enmarcan el labio, qué historia cuentan, ese es el objeto de este relato; en realidad son decenas de microrelatos minúsculos, son olores que recupera cuando abre los ojos, el olor de los higos cuando los niños, él fue niño, recorrían el barranco y se subían en las frágiles ramas de las higueras y comían las brevas que abrían para compartir entre ellos, la sensación de libertad absoluta, la sensación, claro que la sensación, la felicidad de las risas, del aire cálido del verano, del picor en la piel; recorre con la vista la longitud irregular y observa el deseo de la adolescencia, la bicicleta en la carretera y los nervios para que bajara su amor y le esperara en la parada del autobús, el sufrimiento, las cartas de decenas de folios en que manifestaba un deseo salvaje e irracional, los besos, los roces, el pantalón vaquero ajustado a las nalgas, el pelo enganchado en un coletero, la irresistible marea de las hormonas navegando cada poro, cada parte del cuerpo, y luego la pérdida, el abandono, la separación de lo que nunca fue nada, pero que se marcó sin remedio en el rastro del rostro; más tarde  los descubrimientos, la necesidad de la amistad, la fraternidad, los amigos que invaden los espacios del alma y la casa, todos tirados en el comedor comiendo en bandejas, viendo la televisión o jugando al Monopoli toda la noche, saliendo a beber, ir a los carajillos, reírse junto a un grupo de chicas en un piso de estudiantes, leer un libro que alguien ha descubierto, asombrarse por todo, todo el rato, y creer que la vida no va a avanzar ni un milímetro más, pensar que se va a quedar en el punto exacto, etéreo e informe de esos descubrimientos asombrosos; ver las manos peladas y con sangre por la alergia, no saberlo, probar todas las cremas de las farmacias, ir a dermatólogos, ver sufrir a tu madre, sufrir tú en silencio sin saber muy bien a dónde va a llevar todo eso, tener vergüenza de tocarle los pechos a la chica que te quiere, mancharle la blusa y que el deseo sucumba al miedo. Aquí se nombra un desencadenante fundamental de la acción: el miedo; empieza entonces el miedo al fracaso, el personaje se mira los surcos del entrecejo y sabe que ahí reside el miedo, la preocupación e incertidumbre, el complejo de inferioridad, el síndrome del impostor que le ha ido asaltando desde entonces, desde ese momento que no quiere recordar la memoria, ese instante en que fue consciente de que era diferente, pero que no sabía canalizar su diferencia, asumirla, contrastarla y aprovecharse de la inercia de lo excepcional; fue, tal vez entonces, cuando perdió a ratos la sonrisa, la extravió en meandros complejos que no quería navegar; miedo a saltar la zanja cuando recorría de niño con los gitanos el barranco donde había higos, charcos y polvo, aquel terror a contradecir la voz oculta que le decía: eso no lo hagas, no vayas por ahí, evita el peligro, nunca te destaques, nunca seas tú mismo, déjate llevar por la inercia de los tiempos; miedo a ser rechazado; miedo a no llegar a objetivos inasibles marcados por el otro; miedo a fracasar en los estudios, a no haber elegido algo con sentido; miedo a haber leído menos que los demás; miedo a no ser mirado; miedo a su olor, de nuevo el olor, miedo; miedo a perder el trabajo; miedo a perderlo todo; miedo a no ser el hijo que se esperaba, el hermano que se ansiaba. Esas arrugas son tan antiguas que el escritor no puede saber con certeza si fue en aquel momento cuando empezaron a surcarle la frente o si ya las tuvo al nacer, porque los ejercicios con la memoria tienen estos peligros, que uno se adentre en los recovecos de la evocación y rescate imágenes que convertirá en historias, así cree reconocer a un niño que empieza a andar y cae por las escaleras de una casita con dos palosantos, lleno el patio de caquis maduros, un niño nadando en una balsa y su primo saltando sobre su labio y sintiendo cómo un diente le atraviesa el labio; miedo a tocarse junto al hermano, el otro, jugando con sus penes al aire, niños, y llorando de risa, pero con el terror a que la iaia les pudiera ver desde la ventana con rejas verdes; el miedo de entonces, tal vez eterno, de bañarse junto a las cañas, de subir en bicicleta; miedo de no ser el más rápido, zapatos ortopédicos dando vueltas al patio, el militar con órdenes en los labios, más, corred más, él adolescente, el más lento, agotado, una vez más fracasando en la ilusión masculina de aquellos tiempos; miedo a todas las historias que no cuenta, que no puede o no quiere rescatar, miedo al miedo que rompe las paredes del intestino y lo desgarra por dentro en una angustia que torna repetitiva.

Una inmensidad de calor se abre ante mis ojos, los del que ahora escribe este cuento, dejo vagar mi vista por los azules intransitables de la calima de verano, el polvo del Sáhara en suspensión le da al ambiente un aire de película de vampiros, pero sin esa noche en que la sangre mana por los cuellos de vírgenes embobadas. Un rostro sin arrugas, de edad indeterminada, pero tantos surcos perceptibles que le dicen quién es, quién fue, que lo hacen resplandecer como nadie resplandece en ese momento exacto de la creación, ser único, el escritor cierra los ojos, el sudor se convierte en el verdadero océano que cubre todo, y eso, amigo, ya no me permite acceder a más recuerdos, me veda el paso a los otros mundos de los personajes, pero no importa porque he contado una historia, aunque Él no ha querido acabar la suya.

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Esto no es un chat y requiere decoro, críticas, todas.

Despedida. Cómo cantar Adiós papá de los Ronaldos junto a flores, un nicho y un gato.

Al escritor le pediste que hablara sobre tu muerte, al hijo se la dejaste. Tú.