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viernes, 19 de septiembre de 2025

Había un ratón que miraba películas de ciencia ficción y el vídeo casero de una técnica de laboratorio

Hoy os voy a contar una fábula, que en realidad es un cuento para niños, pero solo lo vais a leer los adultos. Un cuento con todos sus ingredientes, con tono jocoso e infantil, pero que hable de cosas que os importan. Buscaremos un personaje hiperbólico, pero discreto, inteligente, mas despistado. Aristófanes es un gran comediante y habita, sin disimulo, los laboratorios más chics de la ciudad. Sobreviviente nato, es un gladiador de los experimentos, cosa que tiene mérito: nunca ha sido modificado genéticamente, pero, es posible que lo piense, es el resultado de muchísimas generaciones, cientos, miles (ya sabéis cómo se reproducen), de juegos con el genoma, de un sadismo humano que ha repercutido en su impecable sentido del arte. Es un sibarita, tranquilo, con el gusto refinado de otro tiempo. Ahora, parece creer, sus descendientes solo se interesan por las redes sociales, y los influencers, aunque los de su especie tienen un intrincado y complejo sistema de comunicación socio-tecnológica, por razones obvias, no usan un smart.

El laboratorio olía a café recalentado, los trabajadores tenían una máquina de capsulitas que, muchas veces, volvía a hacer un café sobre la cápsula que ya habían utilizado; obviamente, también olía a guantes de látex recién extraídos  de su paquete y a esa tristeza limpia que dejan los pasillos encerados con desinfectante cuando se van los últimos investigadores. Es un olor curioso, muy peculiar, pensó Aristófanes. Sí, se había habituado, pero prefería el olor a fresas y hierba que jamás había conocido. Era un habitante de la ciudad, urbanita de pro. Por las noches, los monitores quedaban sin sonido y con el brillo reducido, pero todavía pulsaban, como luciérnagas obedientes, los indicadores de actividad: un latido eléctrico que no hacía compañía, pero fingía una entrañable complicidad con sus habitantes más antiguos. Allí vivía, en mitad de la resaca fosforescente de tanta ciencia, un ratón blanco con una mancha en el lomo que parecía un mapa de islas mal cartografiadas. Primero se llamó B-12, como una vitamina o una bomba de lavabo. Luego, porque alguien —un becario con alergia al protocolo, un poeta clandestino del acetato— le puso nombre, empezó a llamarse Aristófanes, como el comediógrafo griego, tal vez impulsado, el nombre, por un sentido superior de la nostalgia. Le vendría grande, pensó la técnica del animalario, pero había nombres que el cuerpo aprende como un abrigo heredado: al principio rozan, luego abrigan, luego son uno mismo.

Ya he dicho que Aristófanes era un ratón sin aspiraciones trascendentales, disfrutaba de su buena vida, había superado experimentos crueles que no le habían dejado secuelas. Le bastaba su rueda —caprichosa, algo oxidada— y una lechuga tierna cada tres días, alguien había decidido, hacía un tiempo, que debía ser vegetariano ( no descartaba comerse algún insecto como chuchería si se terciaba, pero el laboratorio era demasiado aséptico y cuidado, lo tenía mal). No había perspectiva de biografía ni ambición de posteridad. Es decir, era perfecto para la ciencia. Cuando le colocaron el arnés minúsculo y el soporte que le inmovilizaba apenas la cabeza, chilló protestando con decoro —los ratones saben de decoro más de lo que se les reconoce— y después, vencido, se lo dejó ajustar. Frente a él, una pantalla. No una gran pantalla; una de esas que el laboratorio había requisado con la solemnidad burocrática con que los laboratorios requisan cosas: tres sellos, dos firmas, un correo con copia oculta a la supervisora, que a su vez contestó con una bendición: «Aprobado: pantallas, ratones, todo eso que brilla». Pero el presupuesto se debía haber acabado pronto, pensó Aristófanes, y claro, tuvieron que recurrir a él sin dejarlo descansar. Ya estaba allí.

La doctora María Elvira, que llevaba el pelo recogido en un moño que parecía el anillo de ese planeta que está tan lejos que nadie lo ve a simple vista, dio la orden de empezar. El doctor Eusebio Romeo, que era un entusiasta de la espectacularidad incluso en pipetas, un raro artista de los potingues de la química, encendió el proyector. Se hizo una penumbra doméstica, como de cine en casa de alguien que sabe dónde están los enchufes y las mantas. Y entonces, cayó la lluvia de imágenes que se movían en la pantalla como si estuviesen vivas. Le sorprendió, a Aristófanes, no lo negó, esa molicie placentera que le invadía desde la semana anterior pareció esfumarse alucinado por lo que estaba viendo, y oyendo.

Aristófanes no sabía que aquella primera película se llamaba Matrix[1]. Ni falta que le hacía. Para él, la lluvia no era lluvia ni el verde era verde: era una cortina de signos que, al tocarle el ojo como dedos apurados, le encendían constelaciones dentro (todos sabemos que los ratones ven de una manera dicromática, algo así como una escala de grises y azules, lo del rojo, lo dejan aparte, casi mejor). Lo notaban los aparatos. La habitación, súbitamente, fue un atlas de luces de grises azulados que subían y bajaban en rectángulos disciplinados. Si uno se concentraba y olvidaba por un momento el café, la precariedad y el frío del metal, podía oír el rumor de un bosque: el rozar de las ramas eran neuronas, el crujido de la hojarasca, sinapsis. Pensó que esas debían ser las sensaciones de correr libre por el campo, pero como os he dicho, no había tenido la oportunidad, ni él ni sus ancestros, de hacerlo, por eso especuló en su diminuto cerebro, aquello era una especie de reminiscencia ancestral de los ratones primitivos, que claro está, no eran blancos ni con manchas. Aristófanes, que no sabía de bosques, como os he dicho, pero que los añoraba  porque tenía el mundo reducido a su jaula, dio un respingo. Había, en aquel mapa de lluvia, puertas que se abrían en pasillos que daban a otras puertas. Entre puerta y puerta había un salto, y entre salto y salto, una posibilidad. A la tercera posibilidad, el ratón dejó de temblar. Podríamos decir, que se puso a disfrutar del espectáculo.

María Elvira vigilaba la pantalla con un amor servil, convencida de que se iban a cumplir todas sus hipótesis enunciadas. Eusebio Romeo tomaba notas con la agitación adolescente de quien sabe que necesita que se confirmen sus ilusiones. La técnica del animalario, Rosaura Enríquez —apellidada así, aunque cualquiera habría jurado que era nombre de rancio abolengo—, limpiaba una encimera con la misma ternura con que, fuera de allí, dejaba un mantel de hule sin migas. Se habían pasado la semana discutiendo si tenía sentido proyectar cine a un ratón. Había quien opinaba que era un gesto de arrogancia humana, como leerle a un gato un catálogo de antigüedades —aunque se debería saber que los gatos tienen una inteligencia muy sutil y, es bien sabido, aprecian las antiguallas—; otros, que toda luz es campo fértil y todo ojo merece su espectáculo, los ratones, decían, pueden alumbrarnos sobre la insondable alma humana, aunque solo entiendan el idioma del movimiento. Lo cierto es que la ciencia no era tan distinta del cuento: ambas necesitaban, para funcionar, un pacto. «Creeremos en ti, pequeña luz —pensaba María Elvira—, pero tú báilanos algo».

Aristófanes, mientras tanto, aprendía. Con la facilidad con la que otras criaturas se preparan para desconfiar, él se aplicaba a mirar con sus ojillos diminutos y vivos. Las figuras que se doblaban, los pasillos que se curvaban como colas de lagarto, la idea de dos mundos en uno —aunque él solo tuviera uno y medio—. Se le afilaban los bigotes ante los cambios bruscos de plano; se le abrían las orejas, enormes como receptores de radar, cuando el código caía más lento, como si alguien tirara de un hilo y el hilo fuera una escalera de cuerda. Una partícula del mundo —en eso coincidían María Elvira y Eusebio Romeo— estaba siendo traducida en electricidad. Otra —más esquiva—, estaba siendo traducida en poema. El registro de calcio lo decía, sí, pero también lo decía el silencio nuevo del laboratorio: era un silencio sin moscas — ya hemos dicho que este extremo no sería posible—, sin referencia, expectante.

Por fin llegó otra noche, momento óptimo para ir al cine los humanos, Rosaura Enríquez se acercó a la jaula con una hoja de lechuga. «No se lo digas a quien pueda oírnos», dijo, sin que nadie le prestara atención. Aristófanes olisqueó el regalo, lo giró como si confirmara su autenticidad y después, con un ceremonial de dientes de porcelana, lo mordió. La técnica apoyó la frente en el vidrio. «Has visto cosas —le confió—. Que te quiten lo mirado». No era exactamente una frase muy brillante, pero había verdades que no pedían credencial y en los cuentos, lo que nos importa es el tono, la manera en que se presenta lo que ocurre.

La segunda proyección fue otra historia. Con o sin orquesta, aquello traía su propia banda sonora incrustada en el aire, como cuando uno abre una caja y le sale una música que no recuerda haber puesto. Era Star Wars: El despertar de la fuerza[2], pero en el currículo de Aristófanes se registró como «La película de los palos de luz que no eran palos». El primer resplandor azul encendió hilillos en zonas que la aplicación, entusiasmada, coloreó como si pintara por números—esa afición incomprensible, donde un jubilado es capaz de hacer una nueva Mona Lisa—. El rojo vino después, como tarde de domingo que no quiere hacerse de noche, pero recuerda, amigo lector, que él lo vio como una grama gris. Y en mitad de la orgía lumínica, los ojos —que eran ojos a veces, y otras veces simples geometrías que el ratón convertía en ojos porque necesitaba una cara donde descansar—. María Elvira contuvo un ¡ah!, Eusebio Romeo contuvo un¡oh!.

Algo extraordinario sucedió en un momento indeterminado, y no era que las gráficas bailasen como danzarines al sol. Era más humilde y terrible. Aristófanes se inclinó —un milímetro, un gesto apenas— hacia la pantalla. ¿Para qué se inclina un ratón hacia una luz? Para entrar, claro. El deseo de entrar era, desde hacía mucho, lo que mantenía con vida a la especie: entrar en el agujero, en la alacena, en el almacén donde hay harina, en la grieta que evita la escoba. Entrar. Aquella luz prometía una entrada que no llevaba a ningún sitio que oliera. Era inédito. El ratón dio ese paso imposible dentro de la jaula: un impulso sin desplazamiento. Las gráficas, con su alegría de termómetros, se dispararon como una peineta impecable. Eusebio Romeo murmuró: «Mira eso. Mira eso». María Elvira, que tenía por costumbre no decir «mira eso» para no parecer vulgar, dijo en voz baja: «Míralo tú». Aristófanes debió pensar, «mira tú, yo sería invencible con un palo de esos». Cosas de ratones.

En la tercera sesión, los motores convirtieron el silencio del laboratorio en un circuito de carreras, como si alguien hubiera puesto una lavadora muy antigua al otro lado de la barrera el espacio-tiempo. Mad Max: Furia en la carretera[3] irrumpió con un rugido de leones afónicos, y hubo quien pensó que a un ratón no se le hacen esas cosas, como no se le enseña a un niño la verdadera naturaleza de la crueldad humana. El desierto, que era un desierto evocado en un plató, entró como entra el polvo de las obras: con voluntad de quedarse. Aristófanes, que nunca había visto una duna y que si le hubieran puesto una duna en la jaula habría intentado enterrarse en ella para no sentir la tentación de comérsela, sintió un calor horrible correrle por las patas, no entendió este extremo, el laboratorio estaba bien refrigerado, debió reflexionar, es una suposición, sobre la influencia del soma en el cuerpo. La gran sala, otra vez, se convirtió en un mapa de fenómenos: inhibiciones que cruzaban como cartas urgentes de una mesa a otra, excitaciones que hacían lo que hacen las excitaciones cuando nadie las educa, modulaciones tímidas que parecían pedir perdón. El ratón, frente a todo aquello, llegó a una conclusión que solo podía tener un ratón: era peligroso y era hermoso, así que valía la pena repetirlo.

Rosaura Enríquez lo miró después, con el moño un poco vencido por el peso de los turnos y le susurró: «Ya te contaré un día lo que es una carretera de verdad». No le contó nada: el sueño la venció apoyada en una silla, con la boca entreabierta y un hilo de saliva que, por dignidad, el relato le seca con rapidez. Los cuentistas somos así.

Los días siguientes el laboratorio se convirtió en un teatro, pero no de esos donde la gente se sienta a oscuras y calla; de esos otros en que cada cual está convencido de que la obra debería llevar su nombre. Con frecuencia se confunde la interpretación con la autoría, no es lo mismo, querido lector, crear que interpretar, interpretar, es obvio, requiere mucha más presteza y frescura mental, total, crear no debe ser tan difícil, hay millones de libros, miles de millones de artículos; no hay duda, nos quedamos con la capacidad de descifrar lo ajeno. A María Elvira le faltaba tiempo para redactar, de madrugada un correo en el que las palabras «atlas»«precisión» e «inesperado» hacían tríos. A Eusebio Romeo le faltaba una voz poderosa para hacer ensayos con las manos en el aire, como si tocara una batería invisible y las neuronas fueran platos. Al jefe de departamento le faltaba imaginación, pero le sobraban bolsillos: se acercó tres veces a preguntar si aquello «era publicable» y ofreció, a cambio de cierta promesa de impacto, una cafetera nueva que nunca llegó. Entretanto, Aristófanes aprendía, que es lo único digno de hacerse cuando se tiene delante una pantalla y un mundo muy pequeño detrás.

El ratón no soñaba —lo confirmo porque estuve allí y porque en los laboratorios se sueña poco; pero adquirió hábitos de espectador. Pedía, sin saber que pedía, que las sesiones empezasen a la misma hora. Se arreglaba, con gestos minúsculos, el pelaje del pecho, como quien se hace el nudo de la corbata antes de entrar a un pase de prensa. Se sentía —digámoslo— con derecho a ser el protagonista absoluto de lo que allí ocurría. Rosaura Enríquez, que no se perdía un gesto, empezó a dejarle miguitas dulces de un bollo que compraba en la esquina, aquello iba en contra de la estricta organización científica que convirtió al ratón en un vegetariano sin sustancia. «Para que la emoción no te dé vacío», decía. Eusebio Romeo protestó un poco, porque era de protestar cosas pequeñas para sentir que conservaba el criterio, pero María Elvira dejó que aquella filantropía doméstica se instalara como se instalan las plantas en los alféizares o las App en los Smart: sin pedir permiso a nadie.

Ocurrió entonces que el mundo se acordó de ellos. No del laboratorio —hay miles y brillan poco—, sino de la historia. Aparecieron periodistas[4] con grabadoras que parecían mascotas obedientes: asentían con la carita cuando uno hablaba, luego masticaban las palabras y las devolvían en columnas. «El ratón que veía películas», titularon. Hubo bromas. Hubo enfado de licenciados en Filosofía que vieron, en aquello, una humillación del canon. Hubo, sobre todo, un coro que decía: «¿Y para qué sirve?». En el laboratorio, el coro sonó a eco, porque el laboratorio, como los baños, amplifica las preguntas que no caben en ninguna respuesta. Rosaura Enríquez, que ni cantó ni pidió, tapó la jaula de Aristófanes con una tela que tenía estrellas bordadas, para que durmiera a gusto, y le dijo: «No te preocupes. El mundo no se preocupa por ti salvo cuando le conviene, que suele ser poco». Total, debió pensar el ratón espectador, parece que suscito un interés inusitado, seré, cierto, el miembro ilustre de una estirpe infinita de ratones que, con total seguridad, se remonta al principio de los tiempos conocidos en un bosque, no podría ser en otro sitio, él lo sabía. Es una ventaja de ser ratón, claro, no le hace falta aprender, que lo hace, su cerebro graba lo imprescindible generación tras generación y lo hereda como un tesoro egipcio, es un misterio cómo pueden caber tantas cosas en tan poco espacio. En cierto modo, esa fue su perdición.

La mañana de la pausa —sí hay pausas en los cuentos y en este los hay—, María Elvira llegó con los ojos vidriosos de quien no ha llorado, pero estuvo cerca, es algo impropio pensó, de quien lo ha dado todo por la razón y la ciencia. Eusebio Romeo traía una bolsa con galletas que repartió sin mirar, en un gesto improvisado de funeral mínimo. La técnica preparó el instrumental con la eficacia con que una se hace la cama por la mañana. Nadie hizo proyecciones esa tarde. El protocolo decía ABC[5] y era de A a B; la C se sabe sola. Aristófanes, en su jaula, hizo una cosa rara: ignoró la lechuga. Sucedía de vez en cuando, pero esa vez parecía un gesto deliberado, había adquirido una gran responsabilidad. Es probable que supiera, porque hay sabidurías consagradas a lo mínimo. ¿Qué sabe un ratón sobre la muerte? Menos que un filósofo y más que un administrador.

Rosaura Enríquez pidió cinco minutos, esa pausa era necesaria. No es habitual que se interrumpa un proceso por sentimentalismo, pero tampoco es frecuente que un diminuto espectador se convierta en el epicentro de una manera de explicar el cerebro. Se los concedieron. Apagó la luz general y encendió solo la lámpara de lectura. En la aureola de ese círculo, Aristófanes parecía un actor en el momento exacto en que ha de decir una frase que el público espera sin saberlo. María Elvira lo miró sin disfraz, sin el maquillaje del rigor profesional. Eusebio Romeo sostuvo el labio inferior como quien sostiene un puente con dos dedos. «Tengo una idea loca —dijo Rosaura Enríquez—. Una más». No era ciencia. No era siquiera terapia. Era literatura, como si la literatura fuera la manera de pedirle al mundo que estirara la tarde.

Eusebio Romeo abrió los ojos como si se hubiera roto un vaso. María Elvira, que guardaba sus desacuerdos en el armario de las batas, asintió con un temblor que no era solo emotivo: sabía —sabían todos— que una pregunta más, una luz más, un pico más en la gráfica, podía ser el hilo que no se corta del todo en el difícil mundo de los proyectos. Se encendió la pantalla. Ni Matrix ni galaxias ni desiertos. Rosaura Enríquez había traído de casa un vídeo: era una grabación torpe, hecha con el móvil, de la cocina de su madre un domingo[6]. Vapor. Cucharas. Una encimera con migas y un vaso de agua en el borde, desobediente de su equilibrio. En el fondo, una radio, de esas que insisten en que en todo país hay una canción que suena a las cuatro y quince, fidelidad prusiana.

Aristófanes atendió con la devoción de quien mira por primera vez y la última a la vez. La cocina era una catedral. Cada gesto —la mano que pasa el trapo, la hoja de laurel en el hervor, una sombra que se mueve como si tuviera prisa, pero no— fue pasando por sus ojos y fue traducido en ese idioma que nadie oye salvo los aparatos y, si me apuran, los poetas —desagradecida profesión la de conocer el dolor del alma—. Las gráficas no se volvieron locas: se volvieron amables, Aristófanes no necesita representar ningún drama, se encontró con la comedia, en ese sentido primero que le daban los griegos. Hubo menos picos y menos valles, más llanura, como si al cerebro del ratón también le gustara pasear por una alfombra. Rosaura Enríquez, con el móvil tembloroso —qué mal graban las cosas cuando se las necesita firmes—, dejó que aquel minuto y veinte segundos terminara. María Elvira hizo, entonces, algo que solo hacen las personas que han perdido un poco la fe en los procedimientos —no debería, era germánica—: se quitó los guantes, se acercó a la jaula y apoyó la mano abierta, como quien pide y ofrece a la vez. Eusebio Romeo, a su modo, participó callando.

La historia podría terminar aquí, como un ovillo bien hecho: el ratón tuvo su última película, que no fue de ciencia ficción ni postapocalíptica ni heroica, sino doméstica y llena de vapor. Luego, lo que había que hacer se hizo como se hacen las cosas que no quieren contarse con detalle. Y, sin embargo, sería injusto para el lector (adulto, supongo, porque si ha llegado hasta aquí ya ha pagado con horas, cosas que los niños pagan con pataletas) y para el ratón que no digamos qué sucede con lo que se va.

El cerebro de Aristófanes se convirtió en un territorio de gran utilidad científica, había resultados, muchos, un mapa diseccionado en finas láminas que alumbraban con una hermosa claridad. Él no fue consciente de la trascendencia, pero había rebotado esas luces que le llegaban a su cerebrín al exterior mediante unas máquinas que se parecían asombrosamente a las de las dos primeras películas[7]. Sí, un mapa, un parque natural lleno de senderos que algunos días se cortaban por obras y otros estaban abiertos para paseantes con botas nuevas. La pantalla, ahora, era otra: esa que no mira nadie salvo quienes miran pantallas con un conocimiento que parece salido de un congreso esotérico. María Elvira se encerró semanas con la reconstrucción. Eusebio Romeo dio entrevistas donde aparecían las fotos del ratón sonriendo mucho más de lo que los ratones sonríen en realidad —incluso es posible que no sonrían—. Rosaura Enríquez dejó de traer bollos, por economía narrativa. El mundo siguió preguntando para qué servía. Hubo respuestas, claro: para entender cómo se distribuye la inhibición, para cartografiar con fidelidad inédita, para afinar, para prever, para algún día —y aquí el verbo carga peso— reparar. Todas esas palabras son verdad y son también entelequias imaginativas. Detrás, la única verdad que importa: había un ratón que miraba películas de ciencia ficción y un vídeo casero de una técnica de laboratorio.

Mientras María Elvira peleaba con los algoritmos como quien pelea con sábanas que se enredan entre los pliegues del cuerpo, empezaron a aparecer cosas que no sabían que estaban: pequeñas rotondas de conexiones que se repetían cuando había movimiento rápido y se disolvían cuando la imagen sostenía un plano; puentes largos de silencios activos (qué expresión, pero era esa) que cruzaban regiones como viaductos romanos; nudos. Sobre todo, nudos. No ataban nada ni nadie los había puesto: existían. Cuando María Elvira trazó con el dedo índice uno de esos nudos sobre la pantalla, Rosaura Enríquez —que no debía estar allí a esas horas, pero estaba— dijo:«Ese eres tú cuando decides no discutir»[8] . María Elvira no se sintió ofendida. Acarició el nudo y pensó que era verdad: que había en su cabeza una trama de hilos que elegían, sin decirle, cuándo frenar, cuándo ceder. Un ratón, un nudo. Una doctora, otro.

Eusebio Romeo, que tenía fama de simpático y discreto, organizó una sesión extraordinaria. Reunió a estudiantes, jefes, visitantes con la curiosidad abollada por los pasillos de otros edificios, y les contó la historia del ratón que veía películas de ciencia ficción y un vídeo casero de una técnica de laboratorio. Sacó, como quien saca una paloma de un sobrero de copa, el vídeo de la cocina. La pantalla moldeó la luz cambiando el entorno a pura ficción. Alguien lloró. Siempre hay alguien que llora en actos científicos, no se sabe por qué, es tal vez la emoción incontrolable de saberse ante un avance imprescindible en la historia de la humanidad. No lo citan en los resúmenes, pero sucede. Y aunque Eusebio Romeo no era de esos que se enternecen fácilmente, ese día le salió una metáfora torpe y hermosa: «A veces el cerebro, para entender el desastre, necesita primero una mesa con mantel» —simplemente espectacular y afortunado pensamiento—. Nadie anotó la frase con fines académicos.

El ratón —no nos olvidemos— estaba ausente con una presencia extraña. Había salido de escena, sí, pero el teatro se había quedado con su respiración, algo de su luz interna estaba presente en cada átomo de la representación. Rosaura Enríquez, que recogía vasos de plástico incluso cuando no le correspondía, se sorprendió hablándole todavía, por costumbre, a la jaula vacía. Los hábitos son tonos de voz. «¿Sabes?» —le dijo una noche con la voz que se usa para quitar polvo— «Te llevaste algo y nos dejaste lo mismo, pero ahora lo miramos distinto». No era una oración, ni una queja, ni un poema. Tal vez era todo eso a la vez.

Pasado un mes de aquello, llegó una carta con membrete oficial que felicitaba, en tercera persona, a las personas que habían participado en esa investigación de rigor. Traía promesas y condiciones. Las promesas eran aire que, de pronto, se vuelve respirable, aunque todos saben que un político que promete es más efímero que el aire. Las condiciones, el precio con que los adultos compran su supervivencia. «Más muestras», decía. «Más ratones», decía. «Más películas», decía. Nadie quiso —en este cuento no hay héroes modestos que se niegan a repetir hazañas— renunciar a esa bendición interesada. Se planificaron nuevas sesiones. Se calibraron máquinas. Se compró, por fin, la cafetera que el jefe había prometido y no traído. La nueva vida siempre huele a electrodoméstico nuevo.

Cuando el segundo ratón —un macho timorato, con un lunar en el hocico— llegó a la pantalla, algo se rompió o se arregló, el lector decidirá. No inclinó la cabeza. No ignoró la lechuga. No pidió hora ni gesto. Miró porque le pusieron una luz delante y mirar era lo que tocaba, como la nómina el día uno. Las gráficas fueron correctas. Hubo picos, hubo mesetas, hubo dinamismo. Pero no hubo, y aquí la palabra vale su peso en metáfora, inclinación. «No nos debemos enamorar —advirtió María Elvira, sin confiar mucho en su admonición—. Un ratón no es un santo ni un mito». Eusebio Romeo, que tenía todavía a Aristófanes en un rincón del corazón, contestó encogiendo los hombros para no resolver nada. Rosaura Enríquez dejó el bollo sobre la encimera sin partirlo. Estaba, claramente, pasando eso que pasa cuando lo que fue singular intenta repetirse: el mundo hace la cama, pero ya no queda nada del cuerpo.

No obstante, el experimento siguió. No por orgullo, sino por inercia: la de los trenes grandes, la de los barcos que ya no giran aunque el capitán lo decida. Se añadieron películas nuevas, se probaron estímulos diferentes: pantallas más pequeñas, más grandes, más rápidas, más voraces. Había días feroces en que parecía que el universo entero se había metido en un cuadrado blanco para que un roedor ancestral y por tanto sabio lo tradujera en impulso. Había noches en que nada —ni el mejor montaje— prendía. En ambas, se trabajó con diligencia y con ese heroísmo de jornada laboral que rara vez merece medalla. Y, sin embargo, la idea del primer ratón crecía como crecen las leyendas: sin necesidad de ser abonada, Aristófanes estaba en algún lugar, pero no era el correcto.

A estas alturas, alguien podría protestar: ¿y el cuento? ¿No habíamos convenido en que esto iba a ser un cuento para adultos, con esa mezcla de ironía y ternura que permite hablar de lo serio sin disfrazarlo? Lo es, lo prometo. Solo que los cuentos, cuando los adultos los leen, aprenden a parecerse a informes, porque temen que la belleza los traicione. Volvamos a la belleza.

Una mañana lluviosa —una lluvia como la de la película, pero gris y sin código, los tópicos son ideales para los cuentos—, María Elvira encontró un sobre sin remitente sobre su escritorio. Dentro había una nota, escrita con rotulador: «Tócame». No era una broma —muerta se quedó, la verdad, no era capaz de recordar su último acercamiento sexualizante, sería, tal vez se dijo a sí misma con emoción contenida, un paso adelante de Eusebio Romeo, amor platónico sin remedio—. Era un pedazo de plástico con una textura rara, como de piel sintética con memoria. Se trataba de una cubierta para la pantalla, una lámina con microrelieves que repartía la luz como se reparten caramelos en un cumpleaños: con la torpeza amorosa de quien quiere que alcance para todos. Nadie supo quién la había dejado —los demás también la vieron—, ni de qué caja de recortes de qué departamento había salido. La colocaron. Entonces, eso que los diarios no recogen por pudor (porque los diarios, cuando se ponen tiernos, confunden pudor con decoro), sucedió: la luz fue otra.

No era más intensa; era más amable. No era más fiel; era más honesta. Aristófanes no estaba —no podía estar—, pero hubo un momento, en el primer pase con la lámina, en que el segundo ratón (ni nombre le habían dado; los nombres, sin mito, se hacen caros) giró un milímetro la cabeza. ¿Fue inclinación? No diré que sí, por respeto al ratón y al lenguaje. Fue una curiosidad puesta en un eje que antes no tenía. La sala, como si reconociera una mueca de alguien que se fue, se calló. Eusebio Romeo tragó saliva sonora. Rosaura Enríquez dijo: «Hola», como se le dice «hola» a un conocido en la calle cuando no se está seguro de si el otro nos ha visto.

Se repitió el vídeo de la cocina. 

Rosaura Enríquez calló por pudor porque, de tanto enseñarlo, era como enseñar a tus padres las manos lavadas antes de comer. La radio sonó como suenan las radios cuando no son el centro: presentísimas. La cuchara recorrió el borde de la olla con esa música que reconoce quien ha querido, alguna vez, una sopa. Y otra vez las gráficas hicieron su danza de feria. No hubo milagro. No había milagros en ese edificio salvo los de la luz de las seis de la tarde entrando oblicua y suavizando la pintura mala de las paredes. Pero se supo —y eso basta para una página, y a veces para una vida— que algo del mundo, al presentarse con menos violencia, entra mejor.

Hubo quien quiso capitalizar esa epifanía: convertir la amabilidad en protocolo, la ternura en procedimiento, la cocina en estímulo. Se redactaron hipótesis, se propusieron artículos, se ajustaron títulos con palabras de esas que crean adicción (dinámica, resonancia, plasticidad). El laboratorio se volvió, durante unas semanas, un club de lectura de sí mismo. A la par, el mundo —que sigue con su propia broma— decidió interesarse otra vez por el primer ratón. Una revista mandó a una periodista que llevaba botas con suela de goma y una mirada de niña que se le había quedado atascada desde que leyó a Roald Dahl a los nueve años. Preguntó cosas que tocaban fibras que la ciencia había elegido no iluminar: «¿Tuvo miedo?»«¿Se aburría?»«¿Tenía un día favorito?». María Elvira contestó con cuidado. Eusebio Romeo, con chistes que, al día siguiente, no dieron tanta risa. Rosaura Enríquez fue al baño a llorar y volvió con los ojos frescos como si se los hubiera untado con mentol.

La periodista escribió un artículo que empezaba así: «He visto a un ratón mirar, y juro que me he sentido observada». En el laboratorio lo leyeron con devoción y con incomodidad. Pero esa frase se quedó pegada a una pared invisible y otro día, en el ascensor, la repitieron dos estudiantes con esa solemnidad de quienes ya han aprendido que hay frases que hacen que la vida no parezca una grapadora rota.

Los ratones siguieron. Las luces siguieron. La vida siguió. Y una tarde de viernes, con el pasillo oliendo a desinfectante y a pan caliente (en el edificio de enfrente alguien había abierto una panadería con vocación de película francesa), se juntaron en la sala los tres: María Elvira, Eusebio Romeo y Rosaura Enríquez. Seguían cada uno con sus quehaceres, con sus ilusiones puestas en probetas y microscopios potentísimos.  No había nada programado. Solo estaban cansados en el mismo sitio. María Elvira sacó de una bolsa un cuaderno pequeño con tapas azules. «He escrito cosas», dijo, con esa vergüenza que tienen los científicos cuando se confiesan poetas. Eran apuntes de noches: frases que empezaban siempre por la misma palabra: «A veces»«A veces creo que el cerebro es un teatro que se monta a sí mismo»«A veces me pregunto si miramos para entender o para aliviar»«A veces pienso en Aristófanes y le pongo un mantel para que se coma su lechuga».

Eusebio Romeo, que había aprendido a escuchar a fuerza de permanecer siempre en silencio a excepción de la recepción que hicieron en el laboratorio, extendió la mano pidiendo más. Rosaura Enríquez, que entendía de manteles, le besó en la mejilla. Y este gesto, que en otro cuento sería el comienzo de una historia de amor (aquí es apenas un descanso en la guerra), dejó una sensación de haber vivido algo grande, intenso e importante. Se quedaron en silencio un rato largo mirando la pantalla apagada. No era un gesto simbólico: a veces los símbolos nacen sin que haya nadie para nombrarlos. Hicieron planes. Se rieron de los planes. Se dijeron cosas. Y bajaron.

Queda por resolver —no crean que me olvido— qué fue de los datos del primer ratón, de su «conectoma», palabra grande que en realidad, cuando se la mira bien, es solo la manera solemne de decir «trama». Los datos se descargaron en procesadores, su cerebro quedó seccionado en muestras, su jaula fue ocupada por diferentes miembros de su especie que, con toda probabilidad, serían primos lejanos. Alguien fue quien  los procesó. Alguien los cruzó con otras fuentes, con otros resultados. Alguien los interpretó torpemente y alguien lo hizo tan bien que sus gráficos deberían haber sido expuestos en un museo moderno. Cada cual —que es una manera de decir que nadie y que todos— encontró lo que buscaba: confirmaciones, sorpresas; la herramienta. Y, sin embargo, la historia del ratón, en su parte nada práctica para la carrera académica, la que no hace hincapié en unidades ni calibraciones ni inferencias, se quedó en el laboratorio como una historia más de ratones.

A veces me he encontrado imaginando —y esto, lector, sí que es delito en algunos departamentos— que Aristófanes, antes de aquella pausa, se durmió mirando a un sitio que no era la pantalla. Que vio, por la rendija de la tela con estrellas, una luz que no eran los fluorescentes del techo: el reflejo pequeño de la lámpara en la lágrima microscópica de Rosaura Enríquez. Que entendió, de una manera que no hace falta entender con números, que eso, esa mezcla terrible de miedo y de amor y de sopa caliente un domingo, era también una película, y que no importaba si nadie iba a escribirla. Que comprendió, con sabiduría breve, que los cuentos que valen la pena son aquellos que se confían a la cocina.

Me gusta pensar —déjenme— que, si hoy pasaran por el pasillo de ese laboratorio y pegaran la oreja contra la puerta, oirían el rumor de una sala que se prepara para nuevas aventuras. Que verían, si entran de puntillas, a una doctora con las manos manchadas de luz, a un investigador que hace chistes malos para espantar el miedo, a una técnica que despliega, con honor doméstico, un mantel plegado contra el metal. Me gusta imaginar —y esta es de las imaginaciones que no hace falta explicar— que un ratón, cualquier ratón, está a punto de inclinar milímetro y medio la cabeza ante algo que pareció sorprenderle. Y que, allá afuera, alguien —tal vez usted— pasará  una tarde leyendo la historia de un animal que miró para que nosotros, con nuestras herramientas y nuestras torpezas, aprendiéramos a mirar también.

No sé si a usted le habría caído simpático Aristófanes. Sospecho que sí, porque al fin y al cabo era un pequeño que se las arreglaba sin efectos especiales, salvo los inevitables. A su amigo de usted, quizá, le gustaría que en el laboratorio hubiera fantasmas regularizados por el departamento de administración; los hay, los hubo, todo espacio con fluorescentes alberga alguno. Pero no hace falta invocarlos. Basta con una lámpara de sobremesa y la sombra de una mano que se retira. Basta con un domingo por la tarde con un café sobre la mesa, un vídeo mal grabado y una radio tejiendo las horas. Basta con un ratón mirando. Y con esto —que no es moraleja, sino un deseo— cierro el cuento: ojalá sigamos proyectando imágenes que no nacieron para nosotros. Ojalá sepamos, a tiempo, inclinar un poco la cabeza. Ojalá la ciencia tenga, cada cierto número de gráficos, una mesa con mantel. Y ojalá, cuando nos pregunten que para qué sirve todo esto, podamos contestar sin vergüenza: para que el mundo —qué cosa tan enorme— quepa, por un momento, en el ojo de un ratón.

 Advertencia: si bien este cuento o fábula es genuino, eso espero, los acontecimientos tal vez reales, la ficción es ficción, la historia nace, al fin y al cabo, de las imágenes que surgen cuando cierro los ojos.



[1] Thomas Anderson, programador de día y hacker de noche (porque dormir está sobrevalorado), sospecha que el mundo viene con truco. Entra Morpheus, gurú del abrigo largo, convencido de que Neo es “El Elegido”, la persona destinada a desenchufar a la humanidad de una simulación llamada Matrix: un parque temático virtual montado por máquinas que nos usan como baterías. Muy eco-friendly, pero poco humano.

Morpheus le plantea el clásico menú degustación: pastilla azul y sigues con tu vida, facturas incluidas; pastilla roja y adiós a la ilusión, hola a la verdad con textura de apocalipsis. Neo, que no es de quedarse con la duda, elige rojo y despierta en el “mundo real”: ruinas, cables y cero glamur. Se suma a la resistencia para darle guerra a las máquinas y a sus porteros digitales, con el Agente Smith a la cabeza, un tipo que lleva el traje tan apretado como sus principios. A partir de ahí, balas a cámara lenta, kung-fu descargable y la molesta sensación de que el libre albedrío viene con términos y condiciones. Pobre Aristófanes, debió verse reflejado en el espejo, a él no le daban a elegir, régimen vegetariano estricto: lechuga.

 

[2] En una galaxia donde la nostalgia viaja más rápido que la luz, Rey sobrevive en Jakku vendiendo chatarra premium mientras BB-8 pasea por el desierto con un mapa VIP que apunta a Luke Skywalker, el ermitaño más buscado del sector. Finn, un stormtrooper con crisis vocacional, decide que disparar a inocentes no es lo suyo y se fuga con Poe, piloto héroe por decreto. Entra Kylo Ren, fan del negro y de los berrinches con sable, empeñado en superar el legado familiar en gestión creativa de traumas.

Han Solo y Chewbacca reaparecen como los tíos cool que prometieron no volver y, sorpresa, vuelven. La Resistencia —que resiste, pero justito— se enfrenta a la Primera Orden y a su Base Starkiller: la Estrella de la Muerte en tamaño “porque sí”, con eficiencia energética discutible. Un sable láser decide literalmente llamar a Rey (la Fuerza tiene Bluetooth) y Maz Kanata hace de gurú con gafas gigantes. Final del segundo acto: confrontación en pasarela sin barandillas, Han intenta arreglar la empresa familiar y Kylo responde con un ERE… a su padre. La base explota —otra vez—, Rey descubre que el talento viene preinstalado y, tras un duelo nevado y mucha catarsis, se va a entregarle el sable a Luke en un acantilado muy instagramable. Fade out, fanfarria y preguntas sin respuesta incluidas en el precio.

 

[3] En un desierto postapocalíptico donde la gasolina es religión y el agua es un rumor, Max vive en modo “trauma con ruedas” hasta que lo capturan para usarlo de bolsa de sangre portátil. Entra Furiosa, ingeniera de camiones y de planes imposibles, que decide secuestrar—perdón, rescatar—a las esposas de Immortan Joe, un tirano con complejo de deidad y ventilador en el pecho. Resultado: una persecución de horas (o de toda la película) con guitarrista pirotécnico incluido, porque en el fin del mundo todavía hay presupuesto para shows en vivo.

Max y Furiosa negocian una tregua con pocas palabras y mucha metralla, atraviesan una tormenta que haría llorar a Google Maps y descubren que “La Tierra Verde” ahora es, básicamente, una sopa tóxica. Plan B: volver por donde vinieron, pasar por el embudo lleno de locos motorizados y robarle el castillo al rey sediento. Entre volantazos y sacrificios, Joe acaba con el maquillaje corrido de forma permanente, Nux se redime con un “test de choque” final, y el War Rig llega a la Ciudadela para abrir el grifo al pueblo. 

Epílogo: Furiosa sube en ascensor como nueva lideresa, Max asiente con el máximo de emoción que permite su cara, y la moral queda clara: a veces la ruta más corta a la libertad es… de vuelta por el infierno.

 

[4] A modo de ejemplo se puede leer la noticia que salió en el diario online El Confidencial, Ponen a un ratón a ver 'Matrix' y 'Star Wars' y lo que consiguen es un hito científico sin precedentes

[5] Importante reseñar que un protocolo es riguroso, como una marcha militar, 1, 2, 3…n. Sin salirse del paso de oca, fundamental.

[6] No deja de ser curiosa la afición postmoderna a ofrecer vídeos de los momentos más insípidos y aburridos de nuestra vida. ¿Quién no quiere ser influencer? Es una profesión de mérito, prestigiosa, no cabe estudiar como una posesa en cualquier universidad sin gusto por el outfit, mucho mejor aparecer haciendo la compra en un súper o enseñando un truco recién inventado sobre cómo quitar las manchas a un vestido carísimo. Sí, lo sabemos, lo hacían las abuelas, pero sin glamour.

[7] Para no despistarnos y por orden, la de Matrix y la de las espadas láser.

[8] Se tiene que precisar, por el bien del relato, que jamás discutía, ni se le hubiera pasado por la cabeza, por lo tanto, lo afirmado no deja de ser una inferencia crítica derivada de la intuición.


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