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sábado, 30 de agosto de 2025

Cuando Él cambió la bici por el barro en un laberinto de sueños

Esos dos días fueron agradables, Alicante se despertaba con aire de agua, el sol buscando salir y la ciudad nerviosa. Las reuniones transcurren sin incidentes, las comidas, el poder hablar con quien no se conoce, oír a quien no se espera o pensar menos que de costumbre. Los viajes han abierto la ventana del paisaje, la ida con bancos de niebla que transportaban a la vivencia de los sueños; la vuelta con el ánimo renovado, pensando en coger la bicicleta y respirar con la piel el ambiente soleado de la tarde.

Se cambia rápido, coge la bicicleta rápido, sale rápido. El camino franco, la carretera limpia mientras piensa en los dos días que ya han pasado. El agua le cubre la cara. 

Primero intenta volver a respirar, no puede, es posible que sean apenas unos segundos, pero le parece un tiempo sin límites; la mente tranquila, no se desespera, aunque el aire no quiera entrar. Los pulmones paralizados, tal vez ha sido el cuello, no puede respirar, después luchará contra la desidia que quiere apoderarse de todos sus miembros que no siente. Será el colapso de la vida.  Un muñeco gélido. Tendría que respirar si quisiera volver. Ese es un dilema que no tiene resuelto.

La experiencia de la muerte salva la distancia con las ausencias, de la propia muerte y de la ajena. Un accidente a destiempo, cuando todo invitaba al placer de la vida, despierta o hace abrir los ojos, pero nuestro personaje se encuentra sin poder respirar en una cuneta, en las tripas elefantiásicas de una acequia que alberga fango y agua residual, la cara enterrada en el limo, los pulmones paralizados y el cerebro funcionando en modo supervivencia; el alma desconectándose. Debes respirar, puedes hacerlo, pero todo permanece inmóvil, una quietud enorme, una paz que no viene al caso y el cuerpo inerte, las extremidades inmóviles, la cabeza inmóvil. Pueden ser diez segundos o diez minutos, él sabe que puede aguantar sin respirar, lo que le sorprende no es el accidente, es la calma, la ausencia de miedo a morir, igual está muerto, no se puede saber si lo piensa, porque sus esfuerzos se centran en atrapar un poco de aire, el mínimo, reconocerlo, saborearlo para saber que sí puede, que sí está vivo, que no ha quedado yaciente en un espacio en que nadie se para a socorrerlo. 

Ahora, mientras se escribe el cuento, el escritor piensa en los muertos de las cunetas, en el miedo, en el tiro en la nuca de nuestra memoria, esa que algunos todavía conocen; la historia de los abuelos, del tío que fue ejecutado y al que no dejaron enterrar para que se pudriera por los crímenes que no había cometido. En cuántas cunetas estarán esos muertos, tal vez en esta donde el personaje ha acabado.

La experiencia es la misma que cuando se muere, no hay duda, el resultado no se sabe, solo se conoce la infinitud de la luz, el espacio blanco e iluminado del cerebro que mantiene esa calma tan extraña, esa relajación sin prisas, sin la ansiedad que determina la gravedad del momento; no sabe las consecuencias, en realidad da lo mismo que respire, que respire y no se pueda mover o que deje de respirar, es la sensación que el hombre siente cuando todo acaba. No pasa la vida en desfile, ni le recogen del fango las manos del padre que le acompaña, nadie, nada, solo está el personaje tirado en la cuneta, en el fondo del pozo, muriendo o viviendo, no importa, la sensación es idéntica.

Es posible que el vaticinio del hermano sea certero, la bicicleta era el camino de empoderamiento ante el padre, la reivindicabas, te reivindicabas, era tu llamada de atención para valorarte una vez más, y ahora que no está, le dice, no la dejes, es posible que tengas la tentación. Pero lo que deja es el accidente, consciente o no. No sabe cómo ha llegado a ese punto exacto del universo, cree ver el sueño de la bajada al infierno, eso puede que no llegue a saberlo, pero no es consciente de si algo le ha llevado a dar la razón a la presunción del hermano, no cree que haya sido un acto deliberado, parece absurdo, pero sabe que ha pensado muchas veces en qué pasaría si cayera ahí precisamente, en ese punto, si sería capaz de mantener el equilibrio. Ahora sabe que el más difícil es el malabarismo de las emociones, mucho más que cualquier otro funambulismo porque se asienta en las contradicciones. No lo sabe ni sabe cuándo lo va a saber. Es el período de volver a la senda, la suya. Es posible que el dolor que vendrá, el físico, sea una necesidad del destino, una llamada de atención que lo paralice de manera obligatoria, que lo postre para parar, para ver con perspectiva lo que sucede a su alrededor. Pero todavía no abre los ojos, los mantiene cerrados, mojados en el cieno de la acequia. 

Entra un poco de aire, se mueve el pulmón, todo habrá pasado en segundos; sin embargo, luego contará que estuvo, al menos, minutos sin poder hacerlo.  El dolor en el costado es muy fuerte, paralizante, pero respira.  Entonces empieza la operación de supervivencia, todavía no es el momento de analizar qué ha pasado, lo es de mover los pies, los mueve, las manos, las mueve, el cuerpo, permanece estático, como un muñeco tirado, como un trapo maltrecho.  Nota el frío en el cuerpo, la cara mojada y las manos húmedas. Debe moverse, debe salir del barro. Ve, frente a sí, la pared de tierra por la que se ha deslizado no oye, sino coches pasar sobre su cabeza, camiones, nadie para. Nadie parará. Es posible que le salga una lágrima, los nervios, el dolor, pero no importa porque sigue respirando, nota el aire que quema, la defensa de las costillas contra el golpe. Es el momento de sentarse. Lo intenta, no es consciente del tiempo, pero percibe el espacio, debe hacerlo, debe incorporarse y no pensar en el dolor que le agobia. No tiene miedo. No teme a nada, sabe que respira, que el dolor es el impacto, que la boca no sabe a hierro.

El otoño se demoraba aquel año como si el calendario hubiese decidido detener su curso. Estaba en el estudio que no tengo, rodeado de montones de libros abiertos como heridas y de cuadernos donde anotaba impresiones, datos y preguntas. Llevaba meses sumergido en testimonios de personas que, sin ser buscadoras de milagros, conocían una frontera invisible: habían estado al borde de la muerte y regresado con historias que nadie podía encajar del todo en los parámetros de la ciencia ni en los dogmas religiosos. El fenómeno era tan antiguo como la humanidad; sin embargo, en los últimos años, una serie de investigaciones habían revitalizado el debate y complicaban aún más la respuesta. ¿Qué ocurre cuando la vida se suspende si todo acaba y, sin embargo, hay relatos de un algo que trasciende el cuerpo? ¿Qué hay detrás de los túneles luminosos, las panorámicas de la propia existencia, las voces sin boca que dicen que aún no es el momento?

Había leído que cerca del diez por ciento de la gente recuerda una experiencia cercana a la muerte y que sobre el diecisiete por cien de quienes sobreviven a un paro cardíaco presentan estas vivencias. La cifra es notable: significa que millones de personas han tenido experiencias que desafían nuestra comprensión. No eran relatos marginales, sino parte del tejido humano que callamos por temor al ridículo. 

Hace cincuenta años que Raymond Moody publicó Life After Life, abrió una puerta; desde entonces, médicos, psiquiatras y neurocientíficos han recogido miles de testimonios. Hoy, hasta científicos tan prudentes como Charlotte Martial, de la Universidad de Lieja, admiten que ya nadie cuestiona que quienes cuentan una historia de ese limbo inasible hayan experimentado algo real. 

La pregunta no es si ocurrió, sino qué ocurrió y cómo interpretarlo. La pregunta es inmediata. ¿Se le paró el corazón para poder habitar la gran sala iluminada? Su muerte, real o fingida, en cualquier caso, concienciada, estuvo tan presente como el fango y el olor a moho; eso dirá muchas veces. 

El personaje de mis ficciones deambuló con la claridad de la muerte por entre senderos sin forma.

En abril de 2024, un artículo del Guardian relató con detalle el caso de la Paciente Uno, una mujer de veinticuatro años embarazada que, tras retirarle el soporte vital en el hospital de la Universidad de Michigan, mostró en su electroencefalograma una explosión de actividad gamma en el momento en que su oxígeno le fue retirado. Regiones del cerebro, consideradas zonas calientes de la consciencia, se iluminaron como si una tormenta eléctrica estuviese sacudiendo su interior. El fenómeno duró varios minutos. Los investigadores midieron un incremento de hasta doce veces en la energía de esas áreas. Lo que les asombraba no era solo la presencia de actividad en un cerebro que se suponía moribundo, sino su organización: diferentes regiones se sincronizaban y comunicaban entre sí, incluida la unión temporoparietal, asociada a las percepciones extracorporales y a la integración sensorial. Uno de los autores del estudio, Jimo Borjigin, lo describía como si el cerebro, en sus últimos instantes, se encendiera desde dentro. En realidad, se preparaba para reconectarse a la red sin límite de la humanidad. 

Ahí estaba la luz, él la vio.

Había más investigaciones que registraron estallidos de ondas gamma en ratas durante la asfixia, incluso un estudio de 2023 en el que se monitorizó a cuatro pacientes moribundos mediante encefalogramas: dos de ellos mostraron aumentos drásticos de frecuencia cardíaca y de actividad gamma en el hot zone, la zona donde convergen los lóbulos temporal, parietal y occipital. Los investigadores admitieron que, con un tamaño muestral tan pequeño, no podían sacar conclusiones definitivas y que ninguno de los pacientes sobrevivió, así que ignoraban qué habían experimentado. Aun así, el hallazgo cuestionaba la idea tradicional de que la conciencia se extingue instantáneamente. Bruce Greyson, pionero de los estudios de revelaciones terminales, señaló que en muchos de esos casos el corazón seguía latiendo, por lo que no se podía hablar de muerte en sentido clínico. Pero el debate estaba abierto. 

Todo estaba abierto cuando escupía barro, cuando notaba los pantalones empapados y el pecho oprimido. Un horizonte, eso es lo que apareció ante él. Ladeó la cabeza con la lentitud descompasada de quien quiere volver a algún sitio, no percibí miedo en su mirada, ni sentí frío en su corazón. Él sabía que nada malo le podía ocurrir.

La ciencia indaga en la muerte con instrumentos que nuestros antepasados no imaginaron, pero las preguntas que nos hacemos son las mismas de siempre. Existe la ilusión tecnológica que ve el mundo con coordenadas explicables, racionales. No siempre podemos entender todo con las herramientas que da la razón. ¿Somos tan solo una función de los surcos cerebrales? ¿Hay algo en nosotros que vaya más allá de la pura anatomía? Estas cuestiones me deberían haber intrigado desde la adolescencia que tuvo el personaje (yo no dejo de ser una proyección imaginativa de ese Él que me maneja a su antojo). Me gustaría poder recordar que mi abuela me contaba historias de espíritus que regresaban a despedirse o que una madre escéptica las escuchaba con sonrisa irónica. En mis años de universidad tendría que haber devorado a Nietzsche y a Pascal, incluso aprender que la duda es el alimento de la filosofía. Pero fue solo cuando empecé este camino por saber, por comprender a quienes habían tenido estas experiencias, cuando el dilema dejó de ser abstracto: me sentí interpelado no como escritor, sino como ser inmortal (mis obras pervivirán, Él no), al fin y al cabo, no soy más que una imagen. No me puede afectar la muerte.

La historia de una intensivista me hizo pensar en nuevos enfoques. Durante su tránsito, sintió que el tiempo no existía; podía ver simultáneamente el pasado y el futuro, como si su conciencia se hubiese expandido fuera de un reloj imaginario. En aquella revisión de su vida, cada gesto tenía significado. La memoria no era una simple secuencia, sino una red de causas y efectos. La revisión de las creencias es un elemento común que he encontrado en muchas experiencias: las personas no evalúan sus acciones según sus propias normas, sino según un criterio universal (anotación personal: he de escribir sobre la conciencia universal, aprovechar estas notas que han surgido). Es como si, de repente, se sintonizaran con un ideal ético que no habían concebido. «Comprendí que el daño que había hecho era mucho más profundo de lo que imaginaba», dijo. «También que los pequeños actos de bondad tienen un alcance inmenso». 

Me gustaría también hablar con él, pero se niega, solo puedo escucharlo cuando cuenta, cuando recrea diferentes momentos, ahora fragmentarios, pero que constituyen un discurso coherente, vívido, real. Me gustaría contarle esta historia para que entendiese mejor lo que provocó su accidente y sus consecuencias, pero no está interesado; permanece en aquella cuneta con una sonrisa en los labios, aún hoy cree que su padre todavía no se había marchado, que le esperaba en algún limbo anclado por sus deseos de hablar lo que quedó pendiente; tal vez, solo tal vez, él no le dejaba marchar, al padre, después lo haría porque necesitaba perdonar todo lo que no había entendido ni aceptado; tal vez, solo tal vez, su padre quiso llevárselo y en el último momento entendió que no era el momento. Lo cierto es que abrió los ojos y oyó el zumbido del GPS, la verdad, al menos la que verablizó, es que supo que tenía que vivir fuera de los otros, de otras ansiedades que lo llevaban fuera del ser, del suyo, pero eso no parecía que nunca fuera a llegar. Tal vez, solo tal vez, creyó que todo el mal que había hecho se compensaba con haber estado muerto, pero no eran más que suposiciones.

Otra médico, anestesista, a punto de jubilarse, contó que durante un paro cardíaco vio su cuerpo en la mesa de operaciones y escuchó a un cirujano comentar un viejo chisme mientras reparaba su aorta. Nadie creyó su relato hasta que repitió palabra por palabra aquella conversación que solo ocurrió en la sala. En estos lapsus vitales ¿existe percepción extracorporal genuina o no? En un estudio internacional liderado por Sam Parnia, se colocaron imágenes y palabras ocultas en quirófanos, reproduciendo grabaciones de nombres de frutas durante las reanimaciones; de veintiocho supervivientes entrevistados, uno recordó una secuencia de palabras correctas, aunque los investigadores no descartaron que hubiese sido por azar. Los escépticos saben que sin pruebas sistemáticas no se puede hablar de percepción verídica y que el cerebro, al borde de la hipoxia, podría recrear conversaciones a partir de fragmentos auditivos. 

Creer lo irracional es una quimera del poeta que escucha incluso en la muerte. Él dijo, en la muerte no se escucha, se ve.

Leo y pienso. La reflexión me ocupa parte del tiempo, la visión de lo que ocurre es difusa, pero sé que los mecanismos fisiológicos no invalidan la posibilidad de que, en algún nivel, la conciencia pueda existir de manera no local. Pim van Lommel, cardiólogo holandés, defiende la hipótesis de que el cerebro actúa como un filtro, no como un generador de la conciencia. Para él, la explosión de actividad gamma en los moribundos podría ser el indicador de una luz que se escapa hacia otra dimensión. Esta visión es rechazada por la mayoría de neurocientíficos materialistas, pero acompaña a las preguntas más íntimas de los pacientes. Bruce Greyson, quien ha estudiado este hecho durante cuarenta años, no descarta que la mente y el cerebro sean fenómenos distintos; para él, lo importante es mantener el instinto abierto.

Decido organizar mis hallazgos como un collage de historias, ese puzle que se va materializando y donde cada forma es un nuevo reto por ver dónde puede ser encajada. La ciencia necesita números, pero el ser humano necesita relatos para comprender. Fui acumulando testimonios antiguos y modernos que resonaban con intensidad.

De pie, las botas llenas de mugre, un zombi deambulando en el laberinto fáunico de una realidad inabarcable, el aire asombroso que sabe a frutas dulces y recuerdos inunda parte del pulmón, el dolor intenso, sabe, es cierto, que es un fantasma que se incorpora a la vida, una vez más, un esfuerzo más. En la cabeza ronda una historia que siempre le inquieta y que no quiere eliminar. Se enquista; pero no la cuenta, a nadie la cuenta, deja que se tumorice como parte de un todo que es él. No desaparece a pesar de lo que le acaba de ocurrir. El padre presente, tan presente que piensa si estará físicamente a su lado, si no, no puede entender cómo se ha levantado, cómo palpa con los guantes la tierra que queda a su derecha, ese terraplén pedregoso, de acequia, que lo ha dejado en el camino del inframundo de Hades.

No está turbado, pasa otro coche por encima de su cabeza, sabe que lo ha visto, no hace ademán de parar, no quiere verse en el compromiso del compromiso, no pasa nada, él tampoco quiere ser salvado.

El GPS le ha sacado del sueño, de la alucinación hermosa de la muerte, la suya, donde le dijo al padre, a él, que no se lo llevara, pronto, es pronto, pero siempre es pronto, piensa, siempre es demasiado pronto para marcharse, para desaparecer del mundo. Ahora sabe que no es así, no va a desaparecer, claro que no desaparecerá, sabe que las dimensiones se entrecruzan, que hay un umbral que solo está al alcance de los poetas, otra vez con ellos, con quienes transforman lo inasible e incognoscible en la falacia de la palabra, todo eso debería haber pensado. Eso lo escribo yo.

Una tarde abrí un libro de Greg Shushan, investiga las vivencias de la muerte en culturas antiguas. Sus estudios hablan de relatos similares que aparecen en todas las épocas: en textos chinos del siglo VII a. C.; en historias griegas del siglo IV a. C.; en hagiografías medievales europeas y en relatos amerindios. Las similitudes son notables: un alma que abandona el cuerpo atraviesa un lugar oscuro hacia una región luminosa, encuentra a familiares difuntos o a seres divinos y vive una revisión de toda su cosmogonía. En 1881, Squ-sacht-un, hombre de la tribu Squaxin en el territorio de Washington, enfermó y, al parecer, murió. Su esposa inició los preparativos funerarios. Luego Squ-sacht-un contó que vio una gran luz, abandonó su cuerpo, entró en una casa donde le presentaron una estampa que reflejaba sus malas acciones, vio a conocidos siendo quemados en un horno y finalmente se le ofreció elegir entre regresar a la Tierra para predicar o ir al infierno. Su relato se transformó en sermón: «He visto una gran luz en mi alma», decía. Fue, en su contexto, un mensaje evangelizador. En otra parte de su investigación, Shushan ha recopilado más de setenta relatos de estas vivencias en pueblos nativos americanos de los siglos XVI a XIX; en más de veinte de ellos se afirma que la experiencia reveló cómo es el más allá. 

Hay un ejemplo que me fascina, el de un gobernador japonés del año 705 que estuvo cuatro días muerto y narró un viaje a un palacio dorado donde se veían los castigos a su padre por sus transgresiones.

Es universal el camino que transita por los senderos ignotos del resplandor transcendente.

Él no fue consciente de sus malas acciones, supo que su vida tenía un sentido mucho más importante y único, ser vivida hacia él.

Estas experiencias buscan la religión, explicar lo que no se puede explicar. Es necesario. El Ghost Dance, movimiento de revitalización indígena norteamericano del siglo XIX, se basó en las visiones de Wodziwob, quien experimentó un viaje al otro mundo donde le dijeron que, si su pueblo bailaba y practicaba ciertos rituales, los muertos regresarían y los opresores desaparecerían. En Brasil y Guyana, el movimiento Hallelujah surgió de regresos del más allá y visiones de un líder que dijo haber conversado con el cielo. Religiones democráticas distribuían la experiencia de la muerte a los vivos, mediante danzas o sustancias psicodélicas, de forma que todo el grupo pudiese tener mini muertes sin morir. Llega el alucinógeno como vía para conocer qué han sentido. 

El hombre se desliza por el sendero inexplorado de su propia existencia, siempre hay algo que solo está al alcance de los iniciados y los agraciados por la locura, algo oculto que aflora cuando las drogas toman de la mano al individuo y lo conectan con alguna de esas dimensiones que cuesta tanto percibir. Es posible que la muerte no sea más que un paso, un camino doloroso hacia otros lugares que carecen de los principios de la física que conocemos o que se adentran en lo cuántico que aún no comprendemos, lugares que se perciben, con mayor o menor fuerza, pero que la mayoría no puede sino intuir. La psicodelia se ha erigido en un laboratorio para explorar el alma; en realidad siempre ha sido así, santos, chamanes, visionarios han entrado en contacto con otros gracias a la liberación de barreras que entorpecen la percepción. En 2018, un estudio comparó las puntuaciones de trece voluntarios que recibieron dimetiltriptamina con las de personas que habían tenido una experiencia limítrofe, usando la escala de Bruce Greyson, se encontró una sorprendente similitud en sensaciones de trascendencia, encuentros con seres y visiones de la luz. La principal diferencia es que quienes experimentaron el susurro de la muerte mencionaban con mayor frecuencia una frontera de no retorno. Otros estudios con psilocibina y LSD mostraron que las experiencias místicas inducidas por estas sustancias reducen el miedo a la muerte y generan cambios positivos duraderos. Las personas narran una sensación de amor universal y unidad. La química abre accesos a estados que la muerte nos muestra de manera natural. 

¿Sería el moho de la tierra húmeda, el olor a mojado que penetraba con una fuerza arrebatadora y ayudaba a relajar el cerebro de cualquier tensión? Tal vez no es el cerebro quien rige ese momento único de encuentro, tal vez es el alma la que proporciona la experiencia del viaje.

Por eso los científicos necesitan transitar entre diversas hipótesis neurológicas para explicar lo que ocurre en esa antesala límbica, es su obligación. Algunas sugieren que la hipoxia estrecha el campo visual, creando la sensación de túnel, y que la liberación masiva de neurotransmisores como dopamina, norepinefrina y serotonina provoca visiones eufóricas. Otra teoría plantea que el cerebro libera la dimetiltriptamina, que es un alucinógeno natural, en grandes cantidades durante el estrés extremo, de ahí los experimentos.  El problema es que no existe evidencia de un pico natural de esa sustancia en humanos moribundos. Por eso otros proponen que este deambular onírico es una forma de disociación protectora; el cerebro, al reconocer que la muerte se acerca, activa circuitos similares a los del sueño REM (que producen paralización muscular y alucinaciones) para reducir el dolor. Un estudio con mil voluntarios de treinta y cinco países encontró que el cuarenta y siete por cien de los que afirmaban haber coqueteado con la muerte presentaba intrusión de ese sueño, frente al catorce del grupo sin estos episodios.

Los datos no me ayudan a entenderte.

Pero él no dormía, seguro que los ojos no se le movían, él estaba despierto, consciente de que sus pulmones estaban paralizados, de que su ansia por respirar se ausentó sin culpa ni miedo. ¿Quién lo protegió? Él o el otro, no importa, la muerte se quedó de ronda.

Hoy vivimos en un mundo tecnológico donde el alma no es más que una quimera de la filosofía, un ente abstracto e incognoscible del que hablan los mayores. Todo es explicado por la estadística, todo debe tener un sentido racionalizado, inatacable y preciso, por eso intenta sintetizar todo lo que conoce en una explicación comprensible, porque no quiere dejar nada a la interpretación arbitraria del hombre: hay proyectos de realidad virtual que buscan inducir estados parecidos a vivir la muerte para ayudar a pacientes terminales a perder miedo a morir. Hermoso, pero ellos deberían saber que no temen a la muerte, temen vivir sin estar vivos.

La luz de nuevo. La explosión que observo a través de la ventanilla del avión me induce la metáfora. De la oscuridad absoluta de la noche a la abrumadora presencia de la costa. Contraste, impacto.

Un programador que, tras caer por un acantilado y sentir que se convertía en luz, desarrolló un simulador donde los usuarios atraviesan túneles y ven paisajes cósmicos. El experimento no reproduce la profundidad emocional de la experiencia, pero ayuda a recordar que somos más que materia. 

Él no tuvo miedo, la calma era absoluta, la tranquilidad de saberse vivo en la muerte es inexplicable, si no es a través de la literatura, del cuento, de la expresión poética y de la metáfora como herramienta final de la expresión es difícil de expresar. Nunca tuvo miedo, ni ahora teme volver a la muerte.

No todo lo que relatan es hermoso. Ya he contado imágenes que requieren arrepentimiento. Hay quien ha narrado cómo bajó al infierno tras un infarto, «Las cosas que vi no me abandonan», confiesan. «Vi seres retorcidos que se reían. Sentí que me arrancaban la piel». Esta historia se asemeja a los casos de otras pre mortem negativas descritas por Nancy Evans Bush y Bruce Greyson, que clasifican estas experiencias en tres niveles: inversas (él vivió la luz, pero no le turbó), vacías (no vino a buscarle el abismo) e infernales (él ya vive su propio infierno).

Algunos vuelven a la religión, otros transforman su ética con un temor renovado. Quien bajó a sus propios infiernos, puede dejar su trabajo, vender su apartamento o mudarse a un pueblo para cultivar hortalizas. «No sé si era un infierno real o una alucinación —contó un viajero—, pero no quiero volver allí». Mientras leía sobre ello, me preguntaba si su visión era una proyección de culpas o una advertencia. La línea entre psicología y filosofía se difuminaba, nada que parezca irreal en realidad lo es.

Existen casos aún más desconcertantes. En 2012, Li Xiufeng, una anciana china de 95 años fue dada por muerta por sus vecinos tras caer y quedar inconsciente. Su cuerpo permaneció en un ataúd durante seis días según la tradición, hasta que, horas antes del funeral, se levantó, fue a su cocina y empezó a preparar gachas. «Dormí mucho y desperté con hambre», declaró. Casos de personas declaradas muertas que despiertan en la morgue o en pleno funeral han ocurrido en Kenia, Ecuador, Polonia o China. Más allá de lo anecdótico, me obligan a considerar que la muerte no es un interruptor, sino un proceso gradual. ¿Cuántos han sido enterrados con un último destello de conciencia

La sola posibilidad me estremece, porque él estuvo inerte, carente del aliento de la vida, frío, cubierto del barro primigenio que reclamaba su presa, el retorno necesario a los orígenes, a la tierra húmeda y fértil de los campos que se extendían detrás de él. Acaso, ¿habrían sido abonados con la vida de otros muertos?

El escritor es insaciable, no descansa, necesita más historias que alimenten la suya, tiene el anhelo de solucionar la vida a través de la ficción, es tan humano como real. Por eso lee, al menos este escribidor lo hace, se deja llevar por la información que acumula, sistematiza y ordena; luego la selecciona, destruye y redacta. 

El embrión de una novela está en saber de qué queremos hablar y en si podemos. En mis lecturas encontré algo sobre François D’Adesky, un político retirado cuya historia fue relatada en Scientific American. A los trece años, mientras era operado de apendicitis, se vio saliendo de su cuerpo, atravesando un túnel y encontrándose con seres luminosos que irradiaban bondad. Recurrente en la ciencia ficción. Uno de ellos, un anciano que supo que era Dios, le dijo que aún no había cumplido su misión en la Tierra. A continuación, se vio viajando a la velocidad del pensamiento hasta los orígenes del universo y llegando a un jardín paradisíaco donde le esperaban su abuela fallecida y un amigo de la infancia. Ellos le acompañaron de regreso a la sala de operaciones donde despertó con un dolor insoportable. D’Adesky dedicó su vida a «hacer del mundo un lugar mejor»; trabajó en la ONU y participó en negociaciones sobre asuntos relevantes. Durante décadas no contó su experiencia por miedo a ser ridiculizado, hasta que los testimonios sobre el viaje liminal se hicieron más conocidos. Qué impacto habría tenido en su vida, él manifestó en la revista: «Cada decisión que tomo está impregnada de lo que vi. No sé si era el cielo, pero sé que la vida tiene un propósito». 

Esto me recuerda algo que contó mi personaje tiempo más tarde, su padre y su abuelo se aparecieron en un sueño a su tía, la hermana del padre, en un lugar apacible, en el sueño que anuncia la vida, allí le dijeron que no se preocupara, que no avisara a nadie más, que ellos velarían por ella. Hay un lugar en que habitan los muertos.

Guy Vander Linden en 1990 sufrió un accidente de bicicleta y vivió un trance perimortal que definió como una «fuerza de amor abrumadora» y una sensación de ser todo y nada. Tras recuperarse, su miedo a morir desapareció y se desprendió de sus posesiones materiales. Le llamaron loco, sus amigos no entendieron qué estaba pasando. «Volver con una vida a la que otros no han accedido crea conflicto”. Su testimonio me recordó a muchos otros: el viaje lejos de ser un simple sueño transforma radicalmente la vida posterior. Las prioridades cambian; el apego a lo material se diluye; las relaciones pueden tensarse porque quienes no vivieron la experiencia no la entienden. 

Él manifestó que no tenía miedo a la muerte, ni siquiera al dolor que padeció después con la espalda rota, inmovilizado, entonces la vida perdía el sentido de la materia y adquiría dimensiones nuevas, la montaña, la bicicleta, sentir el aire en un descenso, el dolor de un ascenso. La mente en simbiosis con la realidad sin matices. Decía, si la vida no la vivimos porque tenemos miedo a la muerte, entonces nos aterra, nos deja paralizados. ¿Qué pasa cuando ese miedo se desvanece, acaso no podemos entonces ser libres? Él sabía que no.

Un día, de regreso a casa, encontré una entrevista con el periodista Sebastián Junger en la que confesaba que, en junio de 2020, una arteria de su páncreas se rompió y perdió dos tercios de su sangre. En el quirófano, casi sin conciencia, tuvo una visión de su padre fallecido, quien lo consolaba y lo llamaba hacia él. Ese encuentro lo sacudió y lo llevó a investigar qué estaba ocurriendo, material que luego reunió en su libro In My Time of DyingJunger, racionalista, se preguntaba si ese contacto con su padre era producto de un cerebro agónico o de otra dimensión

La pregunta le persigue. Sin embargo, para él, no hay duda, su padre se arrepintió, no quiso llevárselo en el último momento, entendió que todavía era necesario para la vida.

Los testimonios no son suficientes para la ciencia, quiere saber más, necesita demostrar que solo hay viajes alucinatorios, proyecciones y residuos químicos. La Universidad de Lieja está inmersa en un proyecto que coloca imágenes en lugares visibles solo desde el techo y reproduce palabras a pacientes inconscientes para comprobar si recuerdan información que no podían percibir. Sam Parnia y su equipo, en el estudio AWARE II, analizaron electroencefalogramas y saturación de oxígeno de quinientas sesenta y siete personas que sufrieron paros cardíacos en hospitales de Estados Unidos, Reino Unido y Bulgaria. Obtuvieron datos interpretables de cincuenta y tres pacientes: en el cuarenta por cien de ellos se observaron patrones de actividad cerebral compatibles con la consciencia mientras se realizaba la reanimación. Veintiocho sobrevivieron y seis verbalizaron recuerdos de la muerte. Estas experiencias incluían la sensación de paz, distorsión del tiempo y un replanteamiento en el modo de vida. Sin embargo, ninguno de los supervivientes identificó correctamente las imágenes proyectadas, lo que sugería que la percepción extracorporal podría no ser tan precisa. Unos buscan explicaciones neurológicas, otros ven en estas pre-mórtem un indicio de algo más. El mundo de la ciencia, la tiranía de lo racional y contrastable, la estadística, el método. Igual tienen razón los doctores Sans Segarra y Gómez-Marín cuando dicen que la ciencia está preparada para dar un paso decisivo y necesario, con los misterios de la mecánica cuántica hacia un nuevo espacio 2.0.

Algunos investigadores quieren creer que hay un origen evolutivo. Daniel Kondziella, neurólogo danés, plantea que estas epifanías finales son una versión extrema de la tanatosis o fingimiento de la muerte: cuando un animal se siente atrapado, se inmoviliza y desconecta del entorno para engañar al depredador. En este estado, la consciencia podría producir visiones y revisiones de la vida como un último intento por sobrevivir. La muerte como un cazador al acecho sin guadaña. Este modelo reduce estar en el umbral a un mecanismo adaptativo. Sin embargo, no explica la profundidad moral y espiritual que muchos describen. Falta una narrativa sin prejuicios.

Él, mera comparsa en la representación ficcional de su propia muerte. Su padre parte de los figurantes que deambulan en la gran sala sin espacio. No importa, es legítimo no creer, igual que es necesario escribir, redimensionar la realidad y crear el relato, configurarlo de modo que os parezca real y serio, pero no os engañéis, queridos lectores, todo lo que se dice está dentro de la mentira metafórica del lenguaje, este solo tiene una misión real, mentir sobre lo que cuenta, porque intentar atrapar la realidad en palabras es una mera ficción del cerebro, imaginaos la muerte.

Dejé el relato mientras escribía y leía sobre otras cosas. Un día volví a mi ordenador y abrí un archivo lleno de tramas, apuntes y reflexiones, ahí el corazón quiso cargarse de historias. 

En el estruendo de la madrugada, pensé en cómo ordenar este material sin traicionar la voz de los protagonistas. Para el escritor es siempre difícil. Existen varias maneras de hacerlo, podemos escribir sobre lo que pensamos o sentimos; podemos inventar historias sin ninguna base en una realidad conocida o podemos aprovechar todo lo que hemos aprendido sobre un tema para escribir sobre él dándole un carácter diferente, literario. La tormenta era muy fuerte, eso lo recuerdo, el paisaje se apagaba tras la ventana. Decidí intercalar mis investigaciones con reflexiones y con evocaciones personales, pues una indagación sobre la muerte es también una búsqueda en nuestra propia vida; sin embargo, yo no tengo vida, no soy más que la expresión apresurada de él, personaje y autor, un desdoblamiento que aparece desde la pereza de ninguna parte.

Quisiera poder contaros mis primeros encuentros con la muerte, aunque no pueda morir, pero sí imaginar cómo hubieran sido, ser partícipe de la historia que él se niega a contar.  Lo hermoso de la ficción es imaginar lo que podría ocurrir y convertirlo en real, en parte integrante de lo que es. Tenía diez años cuando vi a mi abuelo en su ataúd. Observé su rostro tranquilo e intenté imaginar qué había sentido cuando su corazón se detuvo. Una mezcla de miedo y curiosidad me invadió. A los veinte, un accidente de coche me dejó inconsciente; no vi túneles ni luces, pero al despertar sentí una gratitud feroz por el simple hecho de respirar. Más tarde, cuando mi madre fue operada de urgencia, viví horas de espera donde el tiempo se estiraba cruelmente. No tuve ningún encuentro con la frontera, pero experimenté la fragilidad. Al esbozar este relato todos esos recuerdos se generan en el espacio difuso de la creación, podemos concebir tantos como queramos, incluso a partir de los nuestros. La memoria no deja de ser una tormenta que estructura lo que quiere ordenar recreando una realidad que expiró en el mismo momento en que acontecía. La investigación puede aportar datos, ahora es más fácil, internet, acceso a libros, artículos, entrevistas, espacios personales, pero mi motivación profunda es otra: quiero entender cómo Él convive con la certeza de la muerte sin perder la alegría de vivir, no soporto que no experimente la necesidad de entender nada, solo permanece en el espacio-tiempo esperando lo que no sabe que espera.

En un poblado de Ghana en el siglo XIX, un joven fue sacrificado en un ritual. Según relatos recopilados por misioneros, su espíritu regresó poco después para contar que se había encontrado con ancestros y había visto un reino donde todos iban al mismo lugar, desafiando las concepciones cristianas de cielo e infierno. El relato influyó en los debates entre indígenas y jesuitas, pues se usó para sostener que la mitología local era más justa que la doctrina de los misioneros. La vislumbre del más allá se usa para legitimar visiones del mundo. ¿Se podía esperar otra cosa?

En un remoto valle de los Andes está Aurelio, un campesino de setenta años. Cuenta que, de joven, en la montaña, un rayo lo golpeó y lo dejó sin pulso. Sus compañeros lo dieron por muerto y lo bajaron en un burro al pueblo. Durante ese trayecto, vivió lo que él describió como un ascenso por una escalera de piedra. En cada escalón estaba un familiar fallecido que le preguntaba algo distinto: uno le decía que cuidara mejor de su huerto, otro le pedía explicaciones por los pecados cometidos. Al final de la escalera se abría una sala donde un anciano con sombrero de ala ancha —que identificó como el dueño de las montañas— le preguntó si quería quedarse o volver. «Le dije que mi trabajo no estaba terminado», relató. Cuando despertó, aún en el burro, escuchó a sus vecinos rezar. Años después, se convirtió en el curandero del pueblo. «Desde entonces, cuando paso por la montaña, saludo al viejo», dice. Su historia explica cómo en otras culturas, ese desdoblamiento corporal se integra en universos locales: la escalera y el anciano reflejan la cosmovisión andina. Es hermosísimo.

En la India, un hombre llamado Narayan, de religión hinduista, durante una infección grave, se vio cruzando un río hacia un templo brillante. Un barquero —similar al barquero (metáfora de Vyasa) del Mahabharata— le dijo que aún no era su hora y le dio un mensaje para su familia. Cuando Narayan despertó, repitió palabras en sánscrito que nunca había aprendido y que su padre reconoció como versos del Gita. Este tipo de relatos son comunes en contextos hinduistas donde el viaje a la otra orilla simboliza el paso al más allá. En muchos casos, quienes experimentan este bordear la muerte regresan transformados, como si la voz de los otros lados pudiera encontrar un canal para expresarse.

Incluso en contextos ateos emergen narrativas potentes. A.J. Ayer, filósofo británico y defensor del positivismo lógico, sufrió una complicación médica a finales de los años setenta y experimentó el susurro de la muerte en la que dijo haber visto una figura divina. Según se cuenta, al despertar afirmó: «He visto a un Ser Divino. Me temo que tendré que revisar todos mis libros». El comentario era, quizá, irónico, pero muestra que incluso un ateo empedernido puede sentirse interpelado por una experiencia que desafía sus convicciones. Ayer no se convirtió, pero reconoció que la vida podía ser más misteriosa de lo que imaginaba. No importa creer, no importa en absoluto. 

Él sabe que el padre estuvo a su lado.

Los ciegos son enigmáticos, una parte más de este rompecabezas, perciben sin ver un mundo que imaginan, ¿cómo lo hacen? Miguel es un músico que recuperó la visión en su viaje, describió colores y formas que luego trató de plasmar en la música. Jan, un hombre sin visión desde el nacimiento, contó que en su experiencia percibió su entorno con una claridad «que iba más allá de la vista»: podía «ver» su cuerpo como una sombra y sentir las caras de quienes lo rodeaban. Al describirlo, usaba metáforas táctiles y sonoras, lo que sugiere que la experiencia se adaptó a su manera de percibir. Si solo se percibiera por los ojos, los ciegos serían una contradicción que no es fácil de entender.

A medida que recopilaba historias y datos, me obsesionaba cómo podía dar sentido a lo que estaba escribiendo, hacerlo coherente con la vivencia del personaje, acercarme lo más posible a una comprensión que, se me antojaba, siempre sería fragmentaria. ¿Por qué la muerte tendría que regalarnos una revisión profunda de nuestras creencias? ¿Por qué la naturaleza haría que, en el momento de morir, recordáramos a quienes amamos o a quienes dañamos? Algunos neurólogos creen que esas imágenes son una especie de autoorganización: el cerebro, privado de energía, recurre a patrones que le son cercanos —rostros familiares, escenarios conocidos— para organizar el caos. Borjigin sugiere que el cerebro puede estar buscando razones para seguir viviendo. Podría ser un intento desesperado de encontrar un propósito para no soltar la vida, para no romper el cordón que le une al alma; si esta está ligada al cuerpo físico. Esta hipótesis se asemeja a la idea de que la evolución ha favorecido una mente que, en situaciones extremas, genera un «ensayo general» para resolver cuestiones pendientes. Sin embargo, me pregunto: ¿por qué ese ensayo adopta una forma moral y no meramente biológica? ¿Por qué tantos dicen sentir un amor incondicional, un perdón trascendente? 

Una paz desconocida, dijo él a alguien, sí, es eso, una calma contigo mismo que consigue que nada te preocupe a partir de ese momento, otra cosa, añade, es que tú no quieras hacerte cargo de la nueva situación, da más vértigo vivir que morir, eso seguro.

De entre los testimonios que tenía en las fichas de trabajo, me pareció muy interesante el de Inés, filósofa. Me recordó que, en Platón, el mito de Er cuenta la historia de un soldado que muere en batalla, viaja al más allá y vuelve para contar la asignación de almas y la importancia de la justicia. «Las ECM no son nuevas —me dijo—. Son parte de nuestra mitología. Han sido usadas para legitimar ideas morales». También evocó a Kant, quien argumentaba que, aunque no podamos demostrar racionalmente la inmortalidad del alma, necesitamos la idea de un más allá para sostener la moral. Quizá, me sugirió, estas epifanías finales ofrecen una justificación emocional a la ética. Yo, sin embargo, pensaba en Nietzsche, quien advertía contra la trascendencia y nos invitaba a amar la vida por sí misma, incluso con su dolor. ¿Cómo reconciliar una visión que ve en la muerte la continuidad de la vida con otra que proclama la muerte del espíritu?

Mientras reflexionaba sobre estas tensiones, tuve acceso a un artículo de Popular Mechanics publicado en julio de 2025. Narraba el caso de Anthony “TJ” Hoover II, un hombre declarado muerto en un hospital de Kentucky tras una sobredosis que despertó en pleno procedimiento de donación de órganos. El artículo especulaba con que la línea entre vida y muerte podría ser más difusa de lo que creemos y que las ráfagas de ondas gamma observadas en el cerebro moribundo podrían ser el reflejo de un estado crepuscular de la conciencia. Caroline Watt, parapsicóloga de la Universidad de Edimburgo, advertía de que muchas muertes ocurren sin monitorización cerebral y que algunas electroencefalografías superficiales no detectan estas señales. Bruce Greyson, más escéptico, insistía en que las ráfagas podrían ser artefactos o reflejos de dolor. Pero un dato del artículo me impresionó: Jimo Borjigin sugería que el cerebro moribundo podría estar buscando un propósito, un motivo para seguir. Ese «último esfuerzo» me pareció poético y aterrador, si realizaba ese último empeño, significaba que tenía una autonomía mística, una vida que no se adecuaba a lo meramente biológico. El alma es, tal vez, un componente diferente al cuerpo, viene de otra parte. El universo igual no solo se compone de elementos químicos.

Ha sido constante en la historia, en las culturas y en las religiones. No distingue etnias ni clases sociales, descubrí que el estado que está entre las sombras y el alba también ha sido usado como instrumento de poder. En la Edad Media europea, los santos y místicos que decían haber visto el purgatorio o el infierno lograban influencia; sus visiones se imprimían en frescos y se usaban para adoctrinar. En la época colonial, los misioneros recogían relatos de indígenas para apoyar sus sermones y convencer a los conversos de la existencia del cielo y del infierno; era fundamental en su proyecto evangelizador. En el siglo XXI, editoriales y productoras audiovisuales han hecho de la mística de la muerte un mercado: libros como Heaven Is for Real o 90 Minutes in Heaven se convierten en superventas, y algunos autores terminan retractándose ante la presión. Hasta el New York Times y los programas de entrevistas entran en el tema. Hay mucho morbo en lo que no sabemos. Esta comercialización no invalida las experiencias, pero nos obliga a ser cautos con las narrativas, a entresacar de los discursos aquello que podría ser auténtico, pero no me quiero engañar, lector, la realidad adolece también de verdad.

La política, de forma nada sorprendente, encuentra en estas vivencias un espacio de construcción del relato. Investigadores que quieren estudiar la conciencia se quejan de que la palabra conciencia es considerada casi una blasfemia en los círculos que podrían financiar sus trabajos. Borjigin lamenta que consciousness sea un término sucio para quienes podrían aportar dinero y medios. Algunos legisladores, por otro lado, han empezado a debatir si los protocolos de donación de órganos deben revisar la definición de muerte clínica. Estas discusiones muestran cómo la muerte, ese territorio que creíamos ajeno a la política, se convierte en un campo de batalla. Es un tema ajeno a la sociedad occidental, lo abandona como un residuo innecesario en su búsqueda de la inmortalidad, pero, eso somos, en ello nos convertimos. Si hay rédito, ellos estarán con la red preparada.

A él no le importa ser creído, ni el escepticismo que intuye en quien oye el cuento, no importa, no le importa, sabe con esa certeza extraña, que habitó, por un instante, el palacio de los sueños.

Mientras escribía esta historia, recibí la noticia de la muerte de un conocido. Su partida repentina me recordó que no estaba solo ante un ejercicio intelectual. La muerte nos toca a todos menos a mí. Me senté en la sala de espera del hospital, observando a otras familias que, como la mía, no sabían si su ser querido volvería a abrir los ojos. Recordé entonces la figura del hombre entrando en un túnel luminoso —no literal, sino como metáfora de la tristeza— y pensé en las decenas de personas sobre las que había leído. Me conmovió la idea de que, tal vez, en esos momentos finales, estuviese rodeado de amor, revisando su vida y reconciliándose con sus errores.

La experiencia cercana a la muerte, entendí, es una metáfora potente para vivir. Todos atravesamos túneles —metafóricos o reales— que nos llevan de una etapa a otra. Todos sentimos el vértigo de la transformación. Este arrullo de la muerte que nos mece en nuestra incredulidad alerta de la importancia de perdonar, de soltar rencores, de valorar lo esencial.

Donde habito, ese espacio difuso de la inteligencia del personaje, cada tarde, cuando el sol se oculta detrás de las montañas, una luz dorada inunda las calles. Me recuerda a las descripciones de quienes han visto el otro lado. ¿Y si, pensé, el túnel y la luz no son una metáfora de la muerte sino de la vida misma? ¿Y si cada amanecer y cada atardecer son una invitación a cruzar un umbral, a redescubrir nuestro propósito? Al final, no es más que un espejo que nos devuelve nuestra imagen con una claridad brutal. Nos muestra lo mejor y lo peor de nosotros. Nos confronta con la idea de que la existencia no es una línea recta, sino un tejido de momentos. Que el amor es un hilo conductor y que el miedo puede ser transformado. Que, al final, todo se reduce a cómo miramos a los demás y a cómo aceptamos nuestras sombras. Creo que en ese espacio incierto se encuentra nuestra humanidad, el recordatorio de que siempre vivimos en el umbral: ni completamente en la oscuridad ni totalmente en la luz, sino en un estado transitorio donde las preguntas importan más que las respuestas. Mientras siga escribiendo y escuchando historias, seguiré cruzando ese puente invisible. Quizá ese sea el regalo más grande.

Por la carretera, la bicicleta deformada como su espalda, pero saca fuerzas de algún lugar que desconoce y se abstrae del dolor. Nadie para, debe ser normal ver deambular zombis por el arcén, el anochecer acecha, sin embargo, él esboza una sonrisa de triunfo.


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