Esos dos días fueron agradables, Alicante se despertaba con aire de agua, el sol buscando salir y la ciudad nerviosa. Las reuniones transcurren sin incidentes, las comidas, el poder hablar con quien no se conoce, oír a quien no se espera o pensar menos que de costumbre. Los viajes han abierto la ventana del paisaje, la ida con bancos de niebla que transportaban a la vivencia de los sueños; la vuelta con el ánimo renovado, pensando en coger la bicicleta y respirar con la piel el ambiente soleado de la tarde.
Se
cambia rápido, coge la bicicleta rápido, sale rápido. El camino franco, la
carretera limpia mientras piensa en los dos días que ya han pasado. El agua le
cubre la cara.
Primero
intenta volver a respirar, no puede, es posible que sean apenas unos segundos,
pero le parece un tiempo sin límites; la mente tranquila, no se desespera,
aunque el aire no quiera entrar. Los pulmones paralizados, tal vez ha sido el
cuello, no puede respirar, después luchará contra la desidia que quiere
apoderarse de todos sus miembros que no siente. Será el colapso de la
vida. Un muñeco gélido. Tendría que respirar si quisiera volver. Ese es
un dilema que no tiene resuelto.
La
experiencia de la muerte salva la distancia con las ausencias, de la propia
muerte y de la ajena. Un accidente a destiempo, cuando todo invitaba al placer
de la vida, despierta o hace abrir los ojos, pero nuestro personaje se
encuentra sin poder respirar en una cuneta, en las tripas elefantiásicas de una
acequia que alberga fango y agua residual, la cara enterrada en el limo, los
pulmones paralizados y el cerebro funcionando en modo supervivencia; el alma
desconectándose. Debes respirar, puedes hacerlo, pero todo permanece inmóvil,
una quietud enorme, una paz que no viene al caso y el cuerpo inerte, las
extremidades inmóviles, la cabeza inmóvil. Pueden ser diez segundos o diez
minutos, él sabe que puede aguantar sin respirar, lo que le sorprende no es el
accidente, es la calma, la ausencia de miedo a morir, igual está muerto, no se
puede saber si lo piensa, porque sus esfuerzos se centran en atrapar un poco de
aire, el mínimo, reconocerlo, saborearlo para saber que sí puede, que sí está
vivo, que no ha quedado yaciente en un espacio en que nadie se para a
socorrerlo.
Ahora,
mientras se escribe el cuento, el escritor piensa en los muertos de las
cunetas, en el miedo, en el tiro en la nuca de nuestra memoria, esa que algunos
todavía conocen; la historia de los abuelos, del tío que fue ejecutado y al que
no dejaron enterrar para que se pudriera por los crímenes que no había
cometido. En cuántas cunetas estarán esos muertos, tal vez en esta donde el
personaje ha acabado.
La
experiencia es la misma que cuando se muere, no hay duda, el resultado no se
sabe, solo se conoce la infinitud de la luz, el espacio blanco e iluminado del
cerebro que mantiene esa calma tan extraña, esa relajación sin prisas, sin la
ansiedad que determina la gravedad del momento; no sabe las consecuencias, en
realidad da lo mismo que respire, que respire y no se pueda mover o que deje
de respirar, es la sensación que el hombre siente cuando todo acaba. No pasa la
vida en desfile, ni le recogen del fango las manos del padre que le
acompaña, nadie, nada, solo está el personaje tirado en la cuneta, en el fondo
del pozo, muriendo o viviendo, no importa, la sensación es idéntica.
Es
posible que el vaticinio del hermano sea certero, la bicicleta era el camino de
empoderamiento ante el padre, la reivindicabas, te reivindicabas, era tu
llamada de atención para valorarte una vez más, y ahora que no está, le dice,
no la dejes, es posible que tengas la tentación. Pero lo que deja es el
accidente, consciente o no. No sabe cómo ha llegado a ese punto exacto del
universo, cree ver el sueño de la bajada al infierno, eso puede que no llegue a
saberlo, pero no es consciente de si algo le ha llevado a dar la razón a la
presunción del hermano, no cree que haya sido un acto deliberado, parece
absurdo, pero sabe que ha pensado muchas veces en qué pasaría si cayera ahí
precisamente, en ese punto, si sería capaz de mantener el equilibrio. Ahora
sabe que el más difícil es el malabarismo de las emociones, mucho más que
cualquier otro funambulismo porque se asienta en las contradicciones. No lo
sabe ni sabe cuándo lo va a saber. Es el período de volver a la senda, la suya.
Es posible que el dolor que vendrá, el físico, sea una necesidad del destino,
una llamada de atención que lo paralice de manera obligatoria, que lo postre
para parar, para ver con perspectiva lo que sucede a su alrededor. Pero todavía
no abre los ojos, los mantiene cerrados, mojados en el cieno de la
acequia.
Entra un
poco de aire, se mueve el pulmón, todo habrá pasado en segundos; sin embargo,
luego contará que estuvo, al menos, minutos sin poder hacerlo. El
dolor en el costado es muy fuerte, paralizante, pero
respira. Entonces empieza la operación de supervivencia, todavía no
es el momento de analizar qué ha pasado, lo es de mover los pies, los mueve,
las manos, las mueve, el cuerpo, permanece estático, como un muñeco tirado,
como un trapo maltrecho. Nota el frío en el cuerpo, la cara mojada y las manos húmedas. Debe moverse, debe salir del barro. Ve,
frente a sí, la pared de tierra por la que se ha deslizado no oye, sino coches
pasar sobre su cabeza, camiones, nadie para. Nadie parará. Es posible que le
salga una lágrima, los nervios, el dolor, pero no importa porque sigue
respirando, nota el aire que quema, la defensa de las costillas contra el
golpe. Es el momento de sentarse. Lo intenta, no es consciente del tiempo, pero
percibe el espacio, debe hacerlo, debe incorporarse y no pensar en el dolor que
le agobia. No tiene miedo. No teme a nada, sabe que respira, que el dolor es el
impacto, que la boca no sabe a hierro.
El
otoño se demoraba aquel año como si el calendario hubiese decidido detener su
curso. Estaba en el estudio que no tengo, rodeado de montones de libros
abiertos como heridas y de cuadernos donde anotaba impresiones, datos y preguntas. Llevaba meses sumergido en testimonios de personas que, sin ser
buscadoras de milagros, conocían una frontera invisible: habían estado al borde
de la muerte y regresado con historias que nadie podía encajar del todo en los
parámetros de la ciencia ni en los dogmas religiosos. El fenómeno era tan
antiguo como la humanidad; sin embargo, en los últimos años, una serie de
investigaciones habían revitalizado el debate y complicaban aún más la
respuesta. ¿Qué ocurre cuando la vida se suspende si todo acaba y, sin embargo,
hay relatos de un algo que trasciende el cuerpo? ¿Qué hay detrás de los túneles
luminosos, las panorámicas de la propia existencia, las voces sin boca que
dicen que aún no es el momento?
Había
leído que cerca del diez por ciento de la gente recuerda una experiencia
cercana a la muerte y que sobre el diecisiete por cien de quienes sobreviven a
un paro cardíaco presentan estas vivencias. La cifra es notable: significa que
millones de personas han tenido experiencias que desafían nuestra comprensión.
No eran relatos marginales, sino parte del tejido humano que callamos por temor
al ridículo.
Hace
cincuenta años que Raymond Moody publicó Life After
Life, abrió una puerta; desde entonces, médicos, psiquiatras y
neurocientíficos han recogido miles de testimonios. Hoy, hasta científicos tan
prudentes como Charlotte Martial, de la Universidad de Lieja,
admiten que ya nadie cuestiona que quienes cuentan una historia de ese limbo
inasible hayan experimentado algo real.
La
pregunta no es si ocurrió, sino qué ocurrió y cómo interpretarlo. La pregunta
es inmediata. ¿Se le paró el corazón para poder habitar la gran sala iluminada?
Su muerte, real o fingida, en cualquier caso, concienciada, estuvo tan presente
como el fango y el olor a moho; eso dirá muchas veces.
El
personaje de mis ficciones deambuló con la claridad de la muerte por entre
senderos sin forma.
En
abril de 2024, un artículo del Guardian relató con detalle el
caso de la Paciente Uno, una mujer de veinticuatro años
embarazada que, tras retirarle el soporte vital en el hospital de la
Universidad de Michigan, mostró en su electroencefalograma una
explosión de actividad gamma en el momento en que su oxígeno le fue retirado.
Regiones del cerebro, consideradas zonas calientes de la consciencia, se
iluminaron como si una tormenta eléctrica estuviese sacudiendo su interior. El
fenómeno duró varios minutos. Los investigadores midieron un incremento de
hasta doce veces en la energía de esas áreas. Lo que les asombraba no era solo
la presencia de actividad en un cerebro que se suponía moribundo, sino su
organización: diferentes regiones se sincronizaban y comunicaban entre sí,
incluida la unión temporoparietal, asociada a las percepciones extracorporales
y a la integración sensorial. Uno de los autores del estudio, Jimo Borjigin,
lo describía como si el cerebro, en sus últimos instantes, se encendiera desde
dentro. En realidad, se preparaba para reconectarse a la red sin límite de la
humanidad.
Ahí
estaba la luz, él la vio.
Había
más investigaciones que registraron estallidos de ondas gamma en ratas durante
la asfixia, incluso un estudio de 2023 en el que se monitorizó a cuatro
pacientes moribundos mediante encefalogramas: dos de ellos mostraron aumentos
drásticos de frecuencia cardíaca y de actividad gamma en el hot zone,
la zona donde convergen los lóbulos temporal, parietal y occipital. Los
investigadores admitieron que, con un tamaño muestral tan pequeño, no podían
sacar conclusiones definitivas y que ninguno de los pacientes sobrevivió, así
que ignoraban qué habían experimentado. Aun así, el hallazgo cuestionaba la
idea tradicional de que la conciencia se extingue instantáneamente. Bruce Greyson,
pionero de los estudios de revelaciones terminales, señaló que en muchos de
esos casos el corazón seguía latiendo, por lo que no se podía hablar de muerte
en sentido clínico. Pero el debate estaba abierto.
Todo
estaba abierto cuando escupía barro, cuando notaba los pantalones empapados y
el pecho oprimido. Un horizonte, eso es lo que apareció ante él. Ladeó la
cabeza con la lentitud descompasada de quien quiere volver a algún sitio, no
percibí miedo en su mirada, ni sentí frío en su corazón. Él sabía que nada malo
le podía ocurrir.
La
ciencia indaga en la muerte con instrumentos que nuestros antepasados no
imaginaron, pero las preguntas que nos hacemos son las mismas de siempre.
Existe la ilusión tecnológica que ve el mundo con coordenadas explicables,
racionales. No siempre podemos entender todo con las herramientas que da la razón. ¿Somos tan solo una
función de los surcos cerebrales? ¿Hay algo en nosotros que vaya más allá de la
pura anatomía? Estas cuestiones me deberían haber intrigado desde la
adolescencia que tuvo el personaje (yo no dejo de ser una proyección
imaginativa de ese Él que me maneja a su antojo). Me gustaría
poder recordar que mi abuela me contaba historias de espíritus que regresaban a
despedirse o que una madre escéptica las escuchaba con sonrisa irónica. En mis
años de universidad tendría que haber devorado a Nietzsche y a Pascal,
incluso aprender que la duda es el alimento de la filosofía. Pero fue solo
cuando empecé este camino por saber, por comprender a quienes habían tenido
estas experiencias, cuando el dilema dejó de ser abstracto: me sentí
interpelado no como escritor, sino como ser inmortal (mis obras pervivirán, Él no), al fin y al cabo, no soy
más que una imagen. No me puede afectar la muerte.
La
historia de una intensivista me hizo pensar en nuevos enfoques. Durante su
tránsito, sintió que el tiempo no existía; podía ver simultáneamente el pasado
y el futuro, como si su conciencia se hubiese expandido fuera de un reloj
imaginario. En aquella revisión de su vida, cada gesto tenía significado. La
memoria no era una simple secuencia, sino una red de causas y efectos. La
revisión de las creencias es un elemento común que he encontrado en muchas
experiencias: las personas no evalúan sus acciones según sus propias normas,
sino según un criterio universal (anotación personal: he de escribir sobre la
conciencia universal, aprovechar estas notas que han surgido). Es como si, de
repente, se sintonizaran con un ideal ético que no habían concebido. «Comprendí
que el daño que había hecho era mucho más profundo de lo que imaginaba», dijo.
«También que los pequeños actos de bondad tienen un alcance inmenso».
Me
gustaría también hablar con él, pero se niega, solo puedo escucharlo cuando
cuenta, cuando recrea diferentes momentos, ahora fragmentarios, pero que
constituyen un discurso coherente, vívido, real. Me gustaría contarle esta
historia para que entendiese mejor lo que provocó su accidente y sus
consecuencias, pero no está interesado; permanece en aquella cuneta con una
sonrisa en los labios, aún hoy cree que su padre todavía no se había marchado,
que le esperaba en algún limbo anclado por sus deseos de hablar lo que quedó
pendiente; tal vez, solo tal vez, él no le dejaba marchar, al padre, después lo
haría porque necesitaba perdonar todo lo que no había entendido ni aceptado;
tal vez, solo tal vez, su padre quiso llevárselo y en el último momento
entendió que no era el momento. Lo cierto es que abrió los ojos y oyó el
zumbido del GPS, la verdad, al menos la que verablizó, es que supo que tenía que
vivir fuera de los otros, de otras ansiedades que lo llevaban fuera del ser,
del suyo, pero eso no parecía que nunca fuera a llegar. Tal vez, solo tal vez,
creyó que todo el mal que había hecho se compensaba con haber estado muerto,
pero no eran más que suposiciones.
Otra
médico, anestesista, a punto de jubilarse, contó que durante un paro cardíaco
vio su cuerpo en la mesa de operaciones y escuchó a un cirujano comentar un
viejo chisme mientras reparaba su aorta. Nadie creyó su relato hasta que
repitió palabra por palabra aquella conversación que solo ocurrió en la sala. En
estos lapsus vitales ¿existe percepción extracorporal genuina o no? En un
estudio internacional liderado por Sam Parnia, se colocaron
imágenes y palabras ocultas en quirófanos, reproduciendo grabaciones de nombres
de frutas durante las reanimaciones; de veintiocho supervivientes
entrevistados, uno recordó una secuencia de palabras correctas, aunque los
investigadores no descartaron que hubiese sido por azar. Los escépticos saben
que sin pruebas sistemáticas no se puede hablar de percepción verídica y que el
cerebro, al borde de la hipoxia, podría recrear conversaciones a partir de
fragmentos auditivos.
Creer
lo irracional es una quimera del poeta que escucha incluso en la muerte. Él
dijo, en la muerte no se escucha, se ve.
Leo y
pienso. La reflexión me ocupa parte del tiempo, la visión de lo que ocurre es
difusa, pero sé que los mecanismos fisiológicos no invalidan la posibilidad de
que, en algún nivel, la conciencia pueda existir de manera no local. Pim van Lommel,
cardiólogo holandés, defiende la hipótesis de que el cerebro actúa como un
filtro, no como un generador de la conciencia. Para él, la explosión de
actividad gamma en los moribundos podría ser el indicador de una luz que se
escapa hacia otra dimensión. Esta visión es rechazada por la mayoría de
neurocientíficos materialistas, pero acompaña a las preguntas más íntimas de
los pacientes. Bruce Greyson, quien ha estudiado este hecho
durante cuarenta años, no descarta que la mente y el cerebro sean fenómenos
distintos; para él, lo importante es mantener el instinto abierto.
Decido
organizar mis hallazgos como un collage de historias, ese puzle que se va
materializando y donde cada forma es un nuevo reto por ver dónde puede ser
encajada. La ciencia necesita números, pero el ser humano necesita relatos para
comprender. Fui acumulando testimonios antiguos y modernos que resonaban con
intensidad.
De
pie, las botas llenas de mugre, un zombi deambulando en el laberinto fáunico de
una realidad inabarcable, el aire asombroso que sabe a frutas dulces y
recuerdos inunda parte del pulmón, el dolor intenso, sabe, es cierto, que es un
fantasma que se incorpora a la vida, una vez más, un esfuerzo más. En la cabeza
ronda una historia que siempre le inquieta y que no quiere eliminar. Se
enquista; pero no la cuenta, a nadie la cuenta, deja que se tumorice como parte
de un todo que es él. No desaparece a pesar de lo que le acaba de ocurrir. El
padre presente, tan presente que piensa si estará físicamente a su lado, si no,
no puede entender cómo se ha levantado, cómo palpa con los guantes la tierra
que queda a su derecha, ese terraplén pedregoso, de acequia, que lo ha dejado
en el camino del inframundo de Hades.
No
está turbado, pasa otro coche por encima de su cabeza, sabe que lo ha visto, no
hace ademán de parar, no quiere verse en el compromiso del compromiso, no pasa
nada, él tampoco quiere ser salvado.
El GPS
le ha sacado del sueño, de la alucinación hermosa de la muerte, la suya, donde
le dijo al padre, a él, que no se lo llevara, pronto, es pronto, pero siempre
es pronto, piensa, siempre es demasiado pronto para marcharse, para desaparecer
del mundo. Ahora sabe que no es así, no va a desaparecer, claro que no
desaparecerá, sabe que las dimensiones se entrecruzan, que hay un umbral que
solo está al alcance de los poetas, otra vez con ellos, con quienes transforman
lo inasible e incognoscible en la falacia de la palabra, todo eso debería haber
pensado. Eso lo escribo yo.
Una tarde abrí un libro de Greg Shushan, investiga las vivencias de la muerte en culturas antiguas. Sus estudios hablan de relatos similares que aparecen en todas las épocas: en textos chinos del siglo VII a. C.; en historias griegas del siglo IV a. C.; en hagiografías medievales europeas y en relatos amerindios. Las similitudes son notables: un alma que abandona el cuerpo atraviesa un lugar oscuro hacia una región luminosa, encuentra a familiares difuntos o a seres divinos y vive una revisión de toda su cosmogonía. En 1881, Squ-sacht-un, hombre de la tribu Squaxin en el territorio de Washington, enfermó y, al parecer, murió. Su esposa inició los preparativos funerarios. Luego Squ-sacht-un contó que vio una gran luz, abandonó su cuerpo, entró en una casa donde le presentaron una estampa que reflejaba sus malas acciones, vio a conocidos siendo quemados en un horno y finalmente se le ofreció elegir entre regresar a la Tierra para predicar o ir al infierno. Su relato se transformó en sermón: «He visto una gran luz en mi alma», decía. Fue, en su contexto, un mensaje evangelizador. En otra parte de su investigación, Shushan ha recopilado más de setenta relatos de estas vivencias en pueblos nativos americanos de los siglos XVI a XIX; en más de veinte de ellos se afirma que la experiencia reveló cómo es el más allá.
Hay un ejemplo que me fascina, el de un gobernador japonés del
año 705 que estuvo cuatro días muerto y narró un viaje a un palacio dorado
donde se veían los castigos a su padre por sus transgresiones.
Es
universal el camino que transita por los senderos ignotos del resplandor
transcendente.
Él no
fue consciente de sus malas acciones, supo que su vida tenía un sentido mucho
más importante y único, ser vivida hacia él.
Estas
experiencias buscan la religión, explicar lo que no se puede explicar. Es
necesario. El Ghost Dance, movimiento de revitalización indígena
norteamericano del siglo XIX, se basó en las visiones de Wodziwob,
quien experimentó un viaje al otro mundo donde le dijeron que, si su pueblo
bailaba y practicaba ciertos rituales, los muertos regresarían y los opresores
desaparecerían. En Brasil y Guyana, el movimiento Hallelujah surgió
de regresos del más allá y visiones de un líder que dijo haber conversado con
el cielo. Religiones democráticas distribuían la experiencia de la muerte a los
vivos, mediante danzas o sustancias psicodélicas, de forma que todo el grupo
pudiese tener mini muertes sin morir. Llega el alucinógeno como vía para
conocer qué han sentido.
El
hombre se desliza por el sendero inexplorado de su propia existencia, siempre
hay algo que solo está al alcance de los iniciados y los agraciados por la
locura, algo oculto que aflora cuando las drogas toman de la mano al individuo
y lo conectan con alguna de esas dimensiones que cuesta tanto percibir. Es
posible que la muerte no sea más que un paso, un camino doloroso hacia otros
lugares que carecen de los principios de la física que conocemos o que se
adentran en lo cuántico que aún no comprendemos, lugares que se perciben, con
mayor o menor fuerza, pero que la mayoría no puede sino intuir. La psicodelia
se ha erigido en un laboratorio para explorar el alma; en realidad siempre ha
sido así, santos, chamanes, visionarios han entrado en contacto con otros
gracias a la liberación de barreras que entorpecen la percepción. En 2018, un
estudio comparó las puntuaciones de trece voluntarios que recibieron dimetiltriptamina con
las de personas que habían tenido una experiencia limítrofe, usando la escala
de Bruce Greyson, se encontró una sorprendente similitud en
sensaciones de trascendencia, encuentros con seres y visiones de la luz. La
principal diferencia es que quienes experimentaron el susurro de la muerte
mencionaban con mayor frecuencia una frontera de no retorno. Otros estudios con
psilocibina y LSD mostraron que las experiencias místicas
inducidas por estas sustancias reducen el miedo a la muerte y generan cambios
positivos duraderos. Las personas narran una sensación de amor universal y
unidad. La química abre accesos a estados que la muerte nos muestra de manera
natural.
¿Sería
el moho de la tierra húmeda, el olor a mojado que penetraba con una fuerza
arrebatadora y ayudaba a relajar el cerebro de cualquier tensión? Tal vez no es
el cerebro quien rige ese momento único de encuentro, tal vez es el alma la que
proporciona la experiencia del viaje.
Por
eso los científicos necesitan transitar entre diversas hipótesis neurológicas
para explicar lo que ocurre en esa antesala límbica, es su obligación. Algunas
sugieren que la hipoxia estrecha el campo visual, creando la sensación de
túnel, y que la liberación masiva de neurotransmisores como dopamina,
norepinefrina y serotonina provoca visiones eufóricas. Otra teoría plantea que
el cerebro libera la dimetiltriptamina, que es un alucinógeno natural,
en grandes cantidades durante el estrés extremo, de ahí los experimentos.
El problema es que no existe evidencia de un pico natural de esa sustancia en
humanos moribundos. Por eso otros proponen que este deambular onírico es una
forma de disociación protectora; el cerebro, al reconocer que la muerte se
acerca, activa circuitos similares a los del sueño REM (que producen
paralización muscular y alucinaciones) para reducir el dolor. Un estudio con
mil voluntarios de treinta y cinco países encontró que el cuarenta y siete por
cien de los que afirmaban haber coqueteado con la muerte presentaba intrusión
de ese sueño, frente al catorce del grupo sin estos episodios.
Los
datos no me ayudan a entenderte.
Pero
él no dormía, seguro que los ojos no se le movían, él estaba despierto,
consciente de que sus pulmones estaban paralizados, de que su ansia por
respirar se ausentó sin culpa ni miedo. ¿Quién lo protegió? Él o el otro, no
importa, la muerte se quedó de ronda.
Hoy
vivimos en un mundo tecnológico donde el alma no es más que una quimera de
la filosofía, un ente abstracto e incognoscible del que hablan los mayores.
Todo es explicado por la estadística, todo debe tener un sentido racionalizado,
inatacable y preciso, por eso intenta sintetizar todo lo que conoce en una
explicación comprensible, porque no quiere dejar nada a la interpretación
arbitraria del hombre: hay proyectos de realidad virtual que buscan inducir
estados parecidos a vivir la muerte para ayudar a pacientes terminales a perder
miedo a morir. Hermoso, pero ellos deberían saber que no temen a la muerte,
temen vivir sin estar vivos.
La luz
de nuevo. La explosión que observo a través de la ventanilla del avión me
induce la metáfora. De la oscuridad absoluta de la noche a la abrumadora
presencia de la costa. Contraste, impacto.
Un
programador que, tras caer por un acantilado y sentir que se convertía en luz,
desarrolló un simulador donde los usuarios atraviesan túneles y ven paisajes
cósmicos. El experimento no reproduce la profundidad emocional de la
experiencia, pero ayuda a recordar que somos más que materia.
Él no
tuvo miedo, la calma era absoluta, la tranquilidad de saberse vivo en la muerte
es inexplicable, si no es a través de la literatura, del cuento, de la
expresión poética y de la metáfora como herramienta final de la expresión es
difícil de expresar. Nunca tuvo miedo, ni ahora teme volver a la muerte.
No
todo lo que relatan es hermoso. Ya he contado imágenes que requieren
arrepentimiento. Hay quien ha narrado cómo bajó al infierno tras un infarto,
«Las cosas que vi no me abandonan», confiesan. «Vi seres retorcidos que se
reían. Sentí que me arrancaban la piel». Esta historia se asemeja a los casos
de otras pre mortem negativas descritas por Nancy Evans Bush y Bruce Greyson,
que clasifican estas experiencias en tres niveles: inversas (él vivió la
luz, pero no le turbó), vacías (no vino a buscarle el abismo) e
infernales (él ya vive su propio infierno).
Algunos
vuelven a la religión, otros transforman su ética con un temor renovado. Quien
bajó a sus propios infiernos, puede dejar su trabajo, vender su apartamento o
mudarse a un pueblo para cultivar hortalizas. «No sé si era un infierno
real o una alucinación —contó un viajero—, pero no quiero volver allí».
Mientras leía sobre ello, me preguntaba si su visión era una proyección de
culpas o una advertencia. La línea entre psicología y filosofía se difuminaba,
nada que parezca irreal en realidad lo es.
Existen
casos aún más desconcertantes. En 2012, Li Xiufeng, una
anciana china de 95 años fue dada por muerta por sus vecinos tras caer y quedar
inconsciente. Su cuerpo permaneció en un ataúd durante seis días según la
tradición, hasta que, horas antes del funeral, se levantó, fue a su cocina y
empezó a preparar gachas. «Dormí mucho y desperté con hambre», declaró. Casos
de personas declaradas muertas que despiertan en la morgue o en pleno funeral
han ocurrido en Kenia, Ecuador, Polonia o China. Más allá de lo anecdótico, me
obligan a considerar que la muerte no es un interruptor, sino un proceso
gradual. ¿Cuántos han sido enterrados con un último destello de conciencia?
La
sola posibilidad me estremece, porque él estuvo inerte, carente del aliento de
la vida, frío, cubierto del barro primigenio que reclamaba su presa, el retorno
necesario a los orígenes, a la tierra húmeda y fértil de los campos que se
extendían detrás de él. Acaso, ¿habrían sido abonados con la vida de otros
muertos?
El
escritor es insaciable, no descansa, necesita más historias que alimenten la
suya, tiene el anhelo de solucionar la vida a través de la ficción, es tan
humano como real. Por eso lee, al menos este escribidor lo hace, se deja llevar
por la información que acumula, sistematiza y ordena; luego
la selecciona, destruye y redacta.
El
embrión de una novela está en saber de qué queremos hablar y en si podemos. En
mis lecturas encontré algo sobre François D’Adesky, un
político retirado cuya historia fue relatada en Scientific American.
A los trece años, mientras era operado de apendicitis, se vio saliendo de su
cuerpo, atravesando un túnel y encontrándose con seres luminosos que irradiaban
bondad. Recurrente en la ciencia ficción. Uno de ellos, un anciano que supo que
era Dios, le dijo que aún no había cumplido su misión en la Tierra. A
continuación, se vio viajando a la velocidad del pensamiento hasta los orígenes
del universo y llegando a un jardín paradisíaco donde le esperaban su abuela
fallecida y un amigo de la infancia. Ellos le acompañaron de regreso a la sala
de operaciones donde despertó con un dolor insoportable. D’Adesky dedicó
su vida a «hacer del mundo un lugar mejor»; trabajó en la ONU y participó
en negociaciones sobre asuntos relevantes. Durante décadas no contó su
experiencia por miedo a ser ridiculizado, hasta que los testimonios sobre el
viaje liminal se hicieron más conocidos. Qué impacto habría tenido en su vida,
él manifestó en la revista: «Cada decisión que tomo está impregnada de lo
que vi. No sé si era el cielo, pero sé que la vida tiene un propósito».
Esto
me recuerda algo que contó mi personaje tiempo más tarde, su padre y su abuelo
se aparecieron en un sueño a su tía, la hermana del padre, en un lugar
apacible, en el sueño que anuncia la vida, allí le dijeron que no se
preocupara, que no avisara a nadie más, que ellos velarían por ella. Hay un
lugar en que habitan los muertos.
Guy Vander Linden en 1990 sufrió un accidente de bicicleta y vivió un trance
perimortal que definió como una «fuerza de amor abrumadora» y una sensación de
ser todo y nada. Tras recuperarse, su miedo a morir desapareció y se desprendió
de sus posesiones materiales. Le llamaron loco, sus amigos no entendieron qué
estaba pasando. «Volver con una vida a la que otros no han accedido crea conflicto”.
Su testimonio me recordó a muchos otros: el viaje lejos de ser un simple sueño
transforma radicalmente la vida posterior. Las prioridades cambian; el apego a
lo material se diluye; las relaciones pueden tensarse porque quienes no
vivieron la experiencia no la entienden.
Él
manifestó que no tenía miedo a la muerte, ni siquiera al dolor que padeció
después con la espalda rota, inmovilizado, entonces la vida perdía el sentido
de la materia y adquiría dimensiones nuevas, la montaña, la bicicleta, sentir
el aire en un descenso, el dolor de un ascenso. La mente en simbiosis con la
realidad sin matices. Decía, si la vida no la vivimos porque tenemos miedo a la
muerte, entonces nos aterra, nos deja paralizados. ¿Qué pasa cuando ese miedo
se desvanece, acaso no podemos entonces ser libres? Él sabía que no.
Un
día, de regreso a casa, encontré una entrevista con el periodista Sebastián Junger en
la que confesaba que, en junio de 2020, una arteria de su páncreas se rompió y
perdió dos tercios de su sangre. En el quirófano, casi sin conciencia, tuvo una
visión de su padre fallecido, quien lo consolaba y lo llamaba hacia él. Ese
encuentro lo sacudió y lo llevó a investigar qué estaba ocurriendo, material
que luego reunió en su libro In My Time of Dying. Junger,
racionalista, se preguntaba si ese contacto con su padre era producto de un
cerebro agónico o de otra dimensión.
La
pregunta le persigue. Sin embargo, para él, no hay duda, su padre se
arrepintió, no quiso llevárselo en el último momento, entendió que todavía era
necesario para la vida.
Los
testimonios no son suficientes para la ciencia, quiere saber más, necesita
demostrar que solo hay viajes alucinatorios, proyecciones y residuos químicos.
La Universidad de Lieja está inmersa en un proyecto que coloca
imágenes en lugares visibles solo desde el techo y reproduce palabras a
pacientes inconscientes para comprobar si recuerdan información que no podían
percibir. Sam Parnia y su equipo, en el estudio AWARE II,
analizaron electroencefalogramas y saturación de oxígeno de quinientas sesenta
y siete personas que sufrieron paros cardíacos en hospitales de Estados Unidos,
Reino Unido y Bulgaria. Obtuvieron datos interpretables de cincuenta y tres pacientes: en el cuarenta
por cien de ellos se observaron patrones de actividad cerebral compatibles con
la consciencia mientras se realizaba la reanimación. Veintiocho sobrevivieron
y seis verbalizaron recuerdos de la muerte. Estas experiencias incluían la
sensación de paz, distorsión del tiempo y un replanteamiento en el modo de
vida. Sin embargo, ninguno de los supervivientes identificó correctamente las
imágenes proyectadas, lo que sugería que la percepción extracorporal podría no
ser tan precisa. Unos buscan explicaciones neurológicas, otros ven en
estas pre-mórtem un indicio de algo más. El mundo de la ciencia, la tiranía de
lo racional y contrastable, la estadística, el método. Igual tienen razón los
doctores Sans Segarra y Gómez-Marín cuando dicen que la ciencia
está preparada para dar un paso decisivo y necesario, con los misterios de la mecánica
cuántica hacia un nuevo espacio 2.0.
Algunos
investigadores quieren creer que hay un origen evolutivo. Daniel Kondziella,
neurólogo danés, plantea que estas epifanías finales son una versión extrema de
la tanatosis o fingimiento de la muerte: cuando un animal se
siente atrapado, se inmoviliza y desconecta del entorno para engañar al
depredador. En este estado, la consciencia podría producir visiones y
revisiones de la vida como un último intento por sobrevivir. La muerte como
un cazador al acecho sin guadaña. Este modelo reduce estar en el umbral a un
mecanismo adaptativo. Sin embargo, no explica la profundidad moral y espiritual
que muchos describen. Falta una narrativa sin prejuicios.
Él,
mera comparsa en la representación ficcional de su propia muerte. Su padre
parte de los figurantes que deambulan en la gran sala sin espacio. No
importa, es legítimo no creer, igual que es necesario escribir, redimensionar
la realidad y crear el relato, configurarlo de modo que os parezca real y
serio, pero no os engañéis, queridos lectores, todo lo que se dice está dentro
de la mentira metafórica del lenguaje, este solo tiene una misión real, mentir
sobre lo que cuenta, porque intentar atrapar la realidad en palabras es una
mera ficción del cerebro, imaginaos la muerte.
Dejé
el relato mientras escribía y leía sobre otras cosas. Un día volví a mi ordenador
y abrí un archivo lleno de tramas, apuntes y reflexiones, ahí el corazón quiso
cargarse de historias.
En el
estruendo de la madrugada, pensé en cómo ordenar este material sin traicionar
la voz de los protagonistas. Para el escritor es siempre difícil. Existen
varias maneras de hacerlo, podemos escribir sobre lo que pensamos o sentimos;
podemos inventar historias sin ninguna base en una realidad conocida o podemos
aprovechar todo lo que hemos aprendido sobre un tema para escribir sobre él dándole un carácter diferente, literario. La tormenta era muy fuerte, eso lo
recuerdo, el paisaje se apagaba tras la ventana. Decidí intercalar mis
investigaciones con reflexiones y con evocaciones personales, pues una
indagación sobre la muerte es también una búsqueda en nuestra propia vida; sin
embargo, yo no tengo vida, no soy más que la expresión apresurada de él,
personaje y autor, un desdoblamiento que aparece desde la pereza de ninguna
parte.
Quisiera
poder contaros mis primeros encuentros con la muerte, aunque no pueda morir,
pero sí imaginar cómo hubieran sido, ser partícipe de la historia que él se
niega a contar. Lo hermoso de la ficción es imaginar lo que podría
ocurrir y convertirlo en real, en parte integrante de lo que es. Tenía diez
años cuando vi a mi abuelo en su ataúd. Observé su rostro tranquilo e intenté
imaginar qué había sentido cuando su corazón se detuvo. Una mezcla de miedo y
curiosidad me invadió. A los veinte, un accidente de coche me dejó
inconsciente; no vi túneles ni luces, pero al despertar sentí una gratitud
feroz por el simple hecho de respirar. Más tarde, cuando mi madre fue operada
de urgencia, viví horas de espera donde el tiempo se estiraba cruelmente. No
tuve ningún encuentro con la frontera, pero experimenté la fragilidad. Al
esbozar este relato todos esos recuerdos se generan en el espacio difuso de la
creación, podemos concebir tantos como queramos, incluso a partir de los nuestros.
La memoria no deja de ser una tormenta que estructura lo que quiere ordenar
recreando una realidad que expiró en el mismo momento en que acontecía. La
investigación puede aportar datos, ahora es más fácil, internet, acceso a
libros, artículos, entrevistas, espacios personales, pero mi motivación
profunda es otra: quiero entender cómo Él convive con
la certeza de la muerte sin perder la alegría de vivir, no soporto que no
experimente la necesidad de entender nada, solo permanece en el espacio-tiempo
esperando lo que no sabe que espera.
En un
poblado de Ghana en el siglo XIX, un joven fue sacrificado en un ritual.
Según relatos recopilados por misioneros, su espíritu regresó poco después para
contar que se había encontrado con ancestros y había visto un reino donde todos
iban al mismo lugar, desafiando las concepciones cristianas de cielo e
infierno. El relato influyó en los debates entre indígenas y jesuitas, pues se
usó para sostener que la mitología local era más justa que la doctrina de los
misioneros. La vislumbre del más allá se usa para legitimar visiones del mundo.
¿Se podía esperar otra cosa?
En un
remoto valle de los Andes está Aurelio, un campesino de setenta años. Cuenta
que, de joven, en la montaña, un rayo lo golpeó y lo dejó sin pulso. Sus
compañeros lo dieron por muerto y lo bajaron en un burro al pueblo. Durante ese
trayecto, vivió lo que él describió como un ascenso por una escalera de piedra.
En cada escalón estaba un familiar fallecido que le preguntaba algo distinto:
uno le decía que cuidara mejor de su huerto, otro le pedía explicaciones por
los pecados cometidos. Al final de la escalera se abría una sala donde un
anciano con sombrero de ala ancha —que identificó como el dueño de las
montañas— le preguntó si quería quedarse o volver. «Le dije que mi trabajo no
estaba terminado», relató. Cuando despertó, aún en el burro, escuchó a sus
vecinos rezar. Años después, se convirtió en el curandero del pueblo. «Desde
entonces, cuando paso por la montaña, saludo al viejo», dice. Su historia
explica cómo en otras culturas, ese desdoblamiento corporal se integra en
universos locales: la escalera y el anciano reflejan la cosmovisión andina.
Es hermosísimo.
En la
India, un hombre llamado Narayan, de religión hinduista, durante
una infección grave, se vio cruzando un río hacia un templo brillante. Un
barquero —similar al barquero (metáfora de Vyasa) del Mahabharata—
le dijo que aún no era su hora y le dio un mensaje para su familia.
Cuando Narayan despertó, repitió palabras en sánscrito que
nunca había aprendido y que su padre reconoció como versos del Gita.
Este tipo de relatos son comunes en contextos hinduistas donde el viaje a la
otra orilla simboliza el paso al más allá. En muchos casos, quienes
experimentan este bordear la muerte regresan transformados, como si la voz de los otros lados pudiera encontrar un
canal para expresarse.
Incluso
en contextos ateos emergen narrativas potentes. A.J. Ayer,
filósofo británico y defensor del positivismo lógico, sufrió una complicación
médica a finales de los años setenta y experimentó el susurro de la muerte en la
que dijo haber visto una figura divina. Según se cuenta, al despertar afirmó:
«He visto a un Ser Divino. Me temo que tendré que revisar todos mis libros». El
comentario era, quizá, irónico, pero muestra que incluso un ateo empedernido
puede sentirse interpelado por una experiencia que desafía sus convicciones. Ayer no
se convirtió, pero reconoció que la vida podía ser más misteriosa de lo que
imaginaba. No importa creer, no importa en absoluto.
Él
sabe que el padre estuvo a su lado.
Los
ciegos son enigmáticos, una parte más de este rompecabezas, perciben sin ver un mundo que imaginan, ¿cómo lo hacen?
Miguel es un músico que recuperó la visión en su viaje, describió
colores y formas que luego trató de plasmar en la música. Jan, un hombre
sin visión desde el nacimiento, contó que en su experiencia percibió su entorno
con una claridad «que iba más allá de la vista»: podía «ver» su cuerpo como una
sombra y sentir las caras de quienes lo rodeaban. Al describirlo, usaba
metáforas táctiles y sonoras, lo que sugiere que la experiencia se adaptó a su
manera de percibir. Si solo se percibiera por los ojos, los ciegos serían una
contradicción que no es fácil de entender.
A
medida que recopilaba historias y datos, me obsesionaba cómo podía dar sentido
a lo que estaba escribiendo, hacerlo coherente con la vivencia del personaje,
acercarme lo más posible a una comprensión que, se me antojaba, siempre sería
fragmentaria. ¿Por qué la muerte tendría que regalarnos una revisión profunda
de nuestras creencias? ¿Por qué la naturaleza haría que, en el momento de
morir, recordáramos a quienes amamos o a quienes dañamos? Algunos neurólogos
creen que esas imágenes son una especie de autoorganización: el cerebro,
privado de energía, recurre a patrones que le son cercanos —rostros familiares,
escenarios conocidos— para organizar el caos. Borjigin sugiere
que el cerebro puede estar buscando razones para seguir viviendo. Podría ser un
intento desesperado de encontrar un propósito para no soltar la vida, para no
romper el cordón que le une al alma; si esta está ligada al cuerpo físico. Esta
hipótesis se asemeja a la idea de que la evolución ha favorecido una mente que,
en situaciones extremas, genera un «ensayo general» para resolver
cuestiones pendientes. Sin embargo, me pregunto: ¿por qué ese ensayo adopta una
forma moral y no meramente biológica? ¿Por qué tantos dicen sentir un amor
incondicional, un perdón trascendente?
Una
paz desconocida, dijo él a alguien, sí, es eso, una calma contigo mismo que
consigue que nada te preocupe a partir de ese momento, otra cosa, añade, es que
tú no quieras hacerte cargo de la nueva situación, da más vértigo vivir que
morir, eso seguro.
De
entre los testimonios que tenía en las fichas de trabajo, me pareció muy
interesante el de Inés, filósofa. Me recordó que, en Platón,
el mito de Er cuenta la historia de un soldado que muere en
batalla, viaja al más allá y vuelve para contar la asignación de almas y la
importancia de la justicia. «Las ECM no son nuevas —me dijo—. Son parte
de nuestra mitología. Han sido usadas para legitimar ideas morales». También
evocó a Kant, quien argumentaba que, aunque no podamos demostrar
racionalmente la inmortalidad del alma, necesitamos la idea de un más allá para
sostener la moral. Quizá, me sugirió, estas epifanías finales ofrecen una
justificación emocional a la ética. Yo, sin embargo, pensaba en Nietzsche,
quien advertía contra la trascendencia y nos invitaba a amar la vida por sí
misma, incluso con su dolor. ¿Cómo reconciliar una visión que ve en la muerte
la continuidad de la vida con otra que proclama la muerte del espíritu?
Mientras
reflexionaba sobre estas tensiones, tuve acceso a un artículo de Popular
Mechanics publicado en julio de 2025. Narraba el caso de Anthony
“TJ” Hoover II, un hombre declarado muerto en un hospital de Kentucky tras
una sobredosis que despertó en pleno procedimiento de donación de órganos. El
artículo especulaba con que la línea entre vida y muerte podría ser más difusa
de lo que creemos y que las ráfagas de ondas gamma observadas en el cerebro
moribundo podrían ser el reflejo de un estado crepuscular de la
conciencia. Caroline Watt, parapsicóloga de la
Universidad de Edimburgo, advertía de que muchas muertes ocurren
sin monitorización cerebral y que algunas electroencefalografías superficiales
no detectan estas señales. Bruce Greyson, más escéptico,
insistía en que las ráfagas podrían ser artefactos o reflejos de dolor. Pero un
dato del artículo me impresionó: Jimo Borjigin sugería
que el cerebro moribundo podría estar buscando un propósito, un motivo para
seguir. Ese «último esfuerzo» me pareció poético y aterrador, si realizaba ese
último empeño, significaba que tenía una autonomía mística, una vida que
no se adecuaba a lo meramente biológico. El alma es, tal vez, un componente
diferente al cuerpo, viene de otra parte. El universo igual no solo se compone
de elementos químicos.
Ha
sido constante en la historia, en las culturas y en las religiones. No
distingue etnias ni clases sociales, descubrí que el estado que está entre las
sombras y el alba también ha sido usado como instrumento de poder. En la Edad
Media europea, los santos y místicos que decían haber visto el purgatorio o el
infierno lograban influencia; sus visiones se imprimían en frescos y se usaban
para adoctrinar. En la época colonial, los misioneros recogían relatos de
indígenas para apoyar sus sermones y convencer a los conversos de la existencia
del cielo y del infierno; era fundamental en su proyecto evangelizador. En el
siglo XXI, editoriales y productoras audiovisuales han hecho de la mística
de la muerte un mercado: libros como Heaven Is for Real o 90
Minutes in Heaven se convierten en superventas, y algunos autores
terminan retractándose ante la presión. Hasta el New York Times y
los programas de entrevistas entran en el tema. Hay mucho morbo en lo que no
sabemos. Esta comercialización no invalida las experiencias, pero nos obliga a
ser cautos con las narrativas, a entresacar de los discursos aquello que podría
ser auténtico, pero no me quiero engañar, lector, la realidad adolece también
de verdad.
La
política, de forma nada sorprendente, encuentra en estas vivencias un
espacio de construcción del relato. Investigadores que quieren estudiar la
conciencia se quejan de que la palabra conciencia es
considerada casi una blasfemia en los círculos que podrían financiar sus
trabajos. Borjigin lamenta que consciousness sea
un término sucio para quienes podrían aportar dinero y medios. Algunos
legisladores, por otro lado, han empezado a debatir si los protocolos de
donación de órganos deben revisar la definición de muerte clínica. Estas
discusiones muestran cómo la muerte, ese territorio que creíamos ajeno a la
política, se convierte en un campo de batalla. Es un tema ajeno a la sociedad
occidental, lo abandona como un residuo innecesario en su búsqueda de la
inmortalidad, pero, eso somos, en ello nos convertimos. Si hay rédito, ellos estarán con la red preparada.
A él
no le importa ser creído, ni el escepticismo que intuye en quien oye el cuento,
no importa, no le importa, sabe con esa certeza extraña, que habitó, por un
instante, el palacio de los sueños.
Mientras
escribía esta historia, recibí la noticia de la muerte de un conocido. Su
partida repentina me recordó que no estaba solo ante un ejercicio intelectual.
La muerte nos toca a todos menos a mí. Me senté en la sala de espera del
hospital, observando a otras familias que, como la mía, no sabían si su ser
querido volvería a abrir los ojos. Recordé entonces la figura del hombre
entrando en un túnel luminoso —no literal, sino como metáfora de la tristeza— y
pensé en las decenas de personas sobre las que había leído. Me conmovió la idea
de que, tal vez, en esos momentos finales, estuviese rodeado de amor, revisando
su vida y reconciliándose con sus errores.
La
experiencia cercana a la muerte, entendí, es una metáfora potente para vivir.
Todos atravesamos túneles —metafóricos o reales— que nos llevan de una etapa a
otra. Todos sentimos el vértigo de la transformación. Este arrullo de la muerte
que nos mece en nuestra incredulidad alerta de la importancia de perdonar, de
soltar rencores, de valorar lo esencial.
Donde
habito, ese espacio difuso de la inteligencia del personaje, cada tarde, cuando
el sol se oculta detrás de las montañas, una luz dorada inunda las calles. Me
recuerda a las descripciones de quienes han visto el otro lado. ¿Y si, pensé,
el túnel y la luz no son una metáfora de la muerte sino de la vida misma? ¿Y si
cada amanecer y cada atardecer son una invitación a cruzar un umbral, a
redescubrir nuestro propósito? Al final, no es más que un espejo que nos
devuelve nuestra imagen con una claridad brutal. Nos muestra lo mejor y lo peor
de nosotros. Nos confronta con la idea de que la existencia no es una línea
recta, sino un tejido de momentos. Que el amor es un hilo conductor y que el
miedo puede ser transformado. Que, al final, todo se reduce a cómo miramos a
los demás y a cómo aceptamos nuestras sombras. Creo que en ese espacio incierto
se encuentra nuestra humanidad, el recordatorio de que siempre vivimos en el
umbral: ni completamente en la oscuridad ni totalmente en la luz, sino en un
estado transitorio donde las preguntas importan más que las respuestas.
Mientras siga escribiendo y escuchando historias, seguiré cruzando ese puente
invisible. Quizá ese sea el regalo más grande.
Por la
carretera, la bicicleta deformada como su espalda, pero saca fuerzas de algún
lugar que desconoce y se abstrae del dolor. Nadie para, debe ser normal ver
deambular zombis por el arcén, el anochecer acecha, sin embargo, él esboza una
sonrisa de triunfo.
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