El verano agobia sin remedio, el tiempo dilatado, la carretera, esa molicie que no sabemos dónde habita, pero está presente, sale, se apodera de nosotros y deja inertes los cuerpos al antojo del calor. El escritor está ausente desde hace años, no aparece ni en los sueños evocados en la lectura, es una sombra fantasmal que no llama ni ejerce su tiranía como en otros tiempos, apenas un eco del pasado. No existe la ilusión. Se refugia en una parte remota de un ser que vive y deambula, que mira extrañado todo lo que ocurre a su alrededor, que no se ubica en su cambio de edad.
Miro transitar las calles bajo mis pies, Castilla como quimera imposible de lo que nunca fue España. Con la bruma, un paisaje de Turner, pero sin veleros, solo la inmensidad del campo y las notas de aldeas. No son sus paisajes el carácter ni sus gentes las gentes; Castilla también es un eco lejano que me invade cuando me acuerdo de mi abuela, ella allí, en los riscos, entre las colinas invernales transportando leche, niña adulta, como todas las de entonces, sin derecho a juegos ni a risas. La recuerdo sombría, esbozando, acaso, sonrisas cautivas en sus labios apenas percibidos. Nunca supe de qué se reía en sus ausencias, si del misal que tenía en las manos o de los recuerdos que confeccionaba después de años luchando contra la vida. Ella es un tema en sí mismo, pero quienes se acuerdan están a punto de irse, la edad se los come y solo mi madre se permite el gusto de recordar alguna anécdota salida de ella misma. Tal vez ahí radique la novela que nunca he escrito, en mi madre, en que no es su madre, ni mucho menos, en sus discusiones con mi hermana, en el recuerdo que brota de sus hermanas centenarias, las que se están yendo, en las fotografías que atesora en la salita, en las historias que me ha de contar. Pero yo también escuchaba a mi yaya, poco habladora, pero a veces evocaba acontecimientos de otro tiempo, de la guerra, de lo que vino después, de la multitud de muertes. Igual ahí hay una novela, lo sé, pero el escritor se niega, no quiere entrevistar, grabar, saber, no quiere hacer su trabajo, debo conformarme con mis lecturas, con la literatura de otros, con las tramas urdidas en la mente de gente que me resulta ajena. Es posible que todo esté escrito, que no existan más hechos, que todos se hayan tramado y vivido, por eso hay que pensar en algo, en cómo engañarle.
En ese tiempo pienso en el arte, en qué ingredientes debo buscar para que la literatura vuelva a invadir mi vida, para despertar a quien duerme dentro, escondido, inquieto, intranquilo. Los relatos siguen ahí, están esperando que los encuentre de algún modo. Leo el diario, veo historias, en ellas hay ficción, tal vez el arte esté en cualquier historia y radique en la manera en que la afrontamos. Una foto no deja de ser un reflejo químico de la presencia, pero Warhol hace arte de lo trivial, de esos márgenes que transforma, colorea, hace suyos y nuestros para siempre; o Basquiat que recorta el mismo diario que estoy leyendo para alumbrar una obra única siendo absolutamente vulgar. Tal vez, rumio, en cualquier noticia está la historia que se me escapa.
Leo en El Confidencial una noticia, «Una señal de radio rusa lleva 50 años emitiendo sonidos indescifrables. Y nadie sabe por qué». Me intriga lo suficiente para leerla con atención, investigar, y algo se despierta, alguien que duerme. Le digo al Copilot que me haga un resumen, que me presente los aspectos esenciales, muy esquemático, le ordeno que me lo haga en un texto más agradable, que pueda incorporar a mis anotaciones.
La emisora rusa UVB-76, también conocida como "The Buzzer", ha estado transmitiendo desde los años 70 una señal de onda corta en la frecuencia 4625 kHz. Su característica principal es un zumbido monótono que, de forma intermitente, se ve interrumpido por voces que pronuncian números y palabras en ruso. A pesar de décadas de actividad, nadie ha confirmado oficialmente su propósito ni su autoría, lo que ha alimentado numerosas teorías conspirativas, desde sistemas de represalia nuclear hasta contactos extraterrestres. Sin embargo, los expertos coinciden en que se trata de una señal militar, probablemente un "channel marker" utilizado para mantener activa una frecuencia de comunicación y verificar su recepción, especialmente en contextos de emergencia.
La señal ha evolucionado con el tiempo: en los años 80 era solo un pitido, y en 1992 adoptó el zumbido que le dio su apodo. Los mensajes de voz siguen un formato militar que utiliza el alfabeto fonético ruso, aunque su aparición es errática y sin patrón claro. La emisora ha cambiado de ubicación varias veces, y en ocasiones se han registrado sonidos extraños como pasos, música clásica o interferencias.
A lo largo de los años, UVB-76 ha generado una comunidad global de radioaficionados, hackers y músicos fascinados por su misterio. Algunos han digitalizado la señal y la han difundido por internet, atrayendo a miles de oyentes. Incluso ha inspirado obras musicales y bandas que incorporan el zumbido en sus composiciones. A pesar de los avances tecnológicos y los intentos de sabotaje, la emisora sigue activa, como un vestigio persistente de otra época.
Me gusta, no temo el abismo que siempre se abre cuando viene lo desconocido. Igual que Warhol usa una simple foto para transformar la realidad y darle la pátina de lo artístico, el escritor se remueve en mi interior y se interesa por las nuevas herramientas. Le reto a que cree una historia. Lo hace. Sin embargo, queda paralizado, se agobia. Falta algo.
Pasa el tiempo, sigo con mis lecturas, decenas. Sigo con mis críticas, decenas. Le noto removerse con inquietud, eso me disgusta, igual que me ilusiona. Una visión que nazca de mí, no del otro, de lo ajeno, algo que haga que me vaya a mover, a gritar de nuevo, a encontrarme. Sigo leyendo, los diarios ocupan una parte de mi tiempo, ha cambiado, todo ha cambiado, el papel fenece, se ausenta, pasa a dejar espacio a la pantalla, a la luz artificial. Veo en El ABC una noticia inquietante, eso me parece: «El pozo más profundo de la tierra que la URSS cerró rápidamente al llegar a los 12.000 metros tras un extraño descubrimiento». Es rápido el proceso, veo la conexión, veo que hay algo que puede relacionarse, la ficción quiere abrirse paso y crear una nueva realidad que no existe (el Copilot me la resume),
En 1970, la Unión Soviética inició la perforación del Pozo Superprofundo de Kola, en la región de Múrmansk, con el ambicioso objetivo de alcanzar los 15.000 metros de profundidad. A diferencia de otros proyectos similares, este no buscaba petróleo, sino estudiar la litosfera terrestre. Tras dos décadas de trabajo, lograron llegar a los 12.262 metros, convirtiéndose en el pozo más profundo excavado por el ser humano. Sin embargo, el proyecto fue cancelado en 1995, poco antes de la caída de la URSS, debido a condiciones inesperadas: temperaturas de hasta 185 °C, el doble de lo previsto, y una roca menos densa que lo esperado, lo que provocaba la aparición de fango e hidrógeno que dificultaban la perforación.
Durante la excavación, se realizaron descubrimientos sorprendentes, como fósiles diminutos de plantas marinas a más de 6.000 metros de profundidad, intactos tras millones de años, y la presencia de agua a niveles donde no se creía posible. Además, se comprobó que en la península de Kola no se producía el cambio de granito a basalto que se esperaba según las teorías sísmicas. Estos hallazgos desafiaron el conocimiento geológico de la época y siguen siendo objeto de estudio.
El proyecto soviético se enmarcó en la carrera científica de la Guerra Fría, en paralelo al fallido Proyecto Mohole de Estados Unidos. Aunque China ha intentado superar esta marca con el pozo Shenditake 1, excavado en Xinjiang, no ha logrado alcanzar la profundidad del SG-3 soviético, que permanece sellado como testimonio de una hazaña científica sin precedentes.
Es tan inquietante que los datos se acumulan en el ordenador, los esbozos, los apuntes que se quedan en papeles sueltos, en la aplicación de notas del móvil en modo voz o audio. La cabeza quiere incorporarse a la vorágine esquizofrénica de la escritura, muy poco a poco, casi de una manera imperceptible, el relato adquiere la forma de una narración típica.
UVB‑76: Voces en la profundidad. Un proyecto de best seller
Nota del narrador: este relato es un intento de hilvanar lo que sabemos, lo que imaginamos y lo que sentimos cuando nos enfrentamos al misterio. He tratado de escribir con calma, como quien desenrolla un hilo que se le escapa entre los dedos, volviendo una y otra vez a la misma imagen, sabiendo que la verdad no siempre es una línea recta, sino un mapa de impresiones y recuerdos. En tu voz, lectora, resonará también la mía, porque ninguna historia se cuenta sola y cada personaje, cada paisaje, es un espejo donde nos vemos, distorsionados o nítidos. Aquí se funden ciencia y ficción, memoria y presagio, para explorar no solo una frecuencia de radio o un pozo en la tierra, sino los límites mismos de la curiosidad humana.
El escritor se despereza sin gusto.
1
Es invierno en los bosques de Pskov. El aire está afilado como un cuchillo, con esa mezcla de pino y tierra húmeda que se mete en los pulmones y hace que te sientas en un bosque milenario. La nieve cruje bajo mis botas, y a lo lejos, los árboles desnudos parecen guardianes de un secreto. Miro el reloj, son las cuatro de la madrugada del 20 de enero. Con el vaho se me empaña la ventana, y al limpiarla, me doy cuenta de que llevo horas frente a la radio. No soy capaz de dormir desde que escuché un mensaje que me persigue: «Оберон, 173, двадцатьтри».
He pasado la noche entera calibrando mi viejo receptor de onda corta. El zumbido que surge de los 4625 kHz no es una simple interferencia. Hay algo ahí que no termina de irse, un latido metálico que se clava entre mis pensamientos. Repito que no debería darle importancia, que después de tantos años en el ejército ya he escuchado cosas peores, pero el mensaje no deja de sonar en mi cabeza: Oberon, uno‑siete‑tres, veintitrés. Como si esa combinación de números y nombres fuera capaz de abrir una puerta que ningún ser humano debería cruzar.
¿Por qué me intriga tanto? Tal vez porque el número 173 aparece en mis recuerdos como una sombra. Recuerdo un informe que ojeé en los años ochenta, cuando la paranoia de la Guerra Fría se mezclaba con la curiosidad científica. Se hablaba de un proyecto llamado Mohole, un intento de perforar la corteza terrestre para alcanzar el manto. Y ese número, 15 000 metros, se repetía como un mantra. «Hay que llegar a quince kilómetros». En aquel entonces, sonaba a fantasía y a desafío científico, como querer tocar el núcleo de la Tierra con las manos. Ahora, en mi vejez, me pregunto qué se perseguía en realidad. El hombre habita la locura y lleva la semilla de su autodestrucción, en el fondo, lo único que querría es haber creado la tierra él.
2
Decidí buscar respuestas, aunque sabía que remover estos temas podría traer consecuencias. En la cocina, mientras preparaba un té que se enfriaba tan rápido como mis ganas de levantarme, apunté en un cuaderno lo poco que recordaba del proyecto Mohole: era un plan estadounidense de los años cincuenta o sesenta que pretendía perforar el fondo marino para acceder a la discontinuidad de Mohorovičić, esa zona donde la corteza terrestre se convierte en manto. Quería obtener muestras directas de él y conocer la composición de la corteza profunda. Sin embargo, el proyecto fracasó por falta de fondos y problemas técnicos. La verdad es que nunca pasó de los 180 metros de profundidad bajo el océano. Un intento frustrado, archivado en los cajones de las grandes ideas que se quedan a medio camino de la nada, en ese almacén que aparece en las películas de ciencia ficción donde un trabajador de una agencia estatal entra en un espacio inacabable lleno de objetos inverosímiles, una especie de cueva de Ali Babá.
En la Unión Soviética, sin embargo, la idea no murió. Recuerdo un nombre distinto, una palabra que resonaba como un desafío: Kola, el pozo superprofundo que se excavó en la península del mismo nombre. Ahí sí se perforó tierra firme, con la intención de llegar a 15 000 metros. Una meta casi absurda, si uno piensa en la dificultad que supone perforar roca a grandes profundidades donde el calor y la presión transforman todo. Al final se llegó a 12 262 metros y se detuvieron porque la temperatura era demasiado alta: alrededor de 185 °C, mucho más de lo que esperaban. El pozo se llenó de fango hirviente y gas hidrógeno. Nadie sabía cómo seguir bajando sin que los equipos se derritieran.
Me asombra pensar que el límite de 15 km no era un capricho, sino un umbral. ¿Por qué 15 000 metros? Porque más allá de los 15 km se encuentra la discontinuidad de Mohorovičić, la frontera entre la corteza y el manto. Cruzarla habría significado tocar una capa de la Tierra que nunca ha visto la luz del día. Algunos soñadores creían que allí podían encontrarse reservas de energía desconocida, nuevas formas de vida o incluso portales a otras realidades. Otros, más pragmáticos, querían simplemente entender la estructura geológica del planeta. Y sin embargo, a veces sospecho que, detrás de la obsesión con esa cifra, había algo más: un anhelo de trascender nuestros límites, de encontrar la respuesta a un misterio que no se escribe en ningún manual.
3
No tardé en llamar a mi amigo Serguéi. Lo conocí hace décadas, cuando ambos éramos jóvenes y creíamos en el proyecto soviético casi con la misma fe que se tiene en los dioses antiguos. Serguéi, ahora jubilado y algo cínico, atendió mi llamada con ese tono de voz que siempre se debate entre la ironía y la preocupación.
—¿Has vuelto a escuchar UVB‑76? —me preguntó sin que yo dijera nada.
—Así es —le contesté—. Y he oído algo que no esperaba. Oberon, uno‑siete‑tres, veintitrés.
Del otro lado del teléfono se hizo un silencio. Luego oí su respiración, lenta, como si se hubiera llevado la mano a la frente.
—Recuerdo ese código —admitió—. Era el nombre en clave de una operación de la que no nos daban detalles. Solo decían que era de máxima prioridad. Nunca supimos qué significaba, pero circulaban rumores.
—¿Qué rumores?
—Que el proyecto Mohole no estaba muerto. Que se estaba intentando algo similar aquí, en nuestra tierra, pero con un objetivo más siniestro. Se hablaba de la energía latente, Iván. De una forma de aprovechar la presión y el calor de las profundidades para activar algo, aunque nadie sabía qué. Y hay más: me mencionaron nombres extraños… Shenditake, Pechenga. ¿Te suenan?
Yo asentí, aunque sabía que Serguéi no podía verme. Hace unos días, en la radio, además de «Oberon» había escuchado un murmullo en ruso que decía: «координаты активированы». Esa frase, que en apariencia solo indicaba la activación de unas coordenadas, cobró otro significado si recordaba los nombres Shenditake y Pechenga. Me parecían lugares, agujeros, experimentos.
—¿Cuál era el objetivo de esas perforaciones? —pregunté.
—Llegar a 15 km —repuso—. Quince kilómetros. Como Kola. Quienes estaban implicados decían que a esa profundidad se encuentra una especie de cámara. Imagínate una cavidad enorme, oculta dentro de la corteza, donde la presión libera energía de manera constante. Creían que podían usar ese lugar como un núcleo, como un corazón que alimentara algo más grande. Otros hablaban de un portal… de una conexión con lo que no comprendemos.
La conversación se tornó más íntima. Serguéi me confesó que, en su juventud, había visto un informe que hablaba de tres proyectos clandestinos.
· Mohole (Мохоль): una perforación inicial para estudiar la corteza.
· Shenditake (Шендитаке): un pozo vertical en Siberia destinado a canalizar la energía que ascendía de la corteza y conectarla con un dispositivo en la superficie.
· Pechenga (Печенга): una instalación en el extremo norte que, al parecer, no solo se alimentaba de la energía del subsuelo sino que también pretendía abrir una ventana a otra dimensión.
El lenguaje que utilizaban en ese informe alternaba entre la ciencia y lo esotérico. «Umbral», «cámara de resonancia», «planetas superpuestos». Era como leer un cuento de ciencia ficción escrito por un geólogo enamorado de la poesía. Serguéi no recordaba todos los detalles, pero algo sí le había quedado grabado: el código que sincronizaba los tres pozos era “Оберон”.
—A lo mejor solo era un nombre bonito —dijo. Luego se rio con amargura—. Ya sabes, Oberón era el rey de las hadas en Sueño de una noche de verano. Quizá pensaban que perforando la tierra llegábamos a un mundo mágico.
Pero ni Serguéi ni yo creíamos en hadas. Lo que sí creíamos, aunque nos costara admitirlo, era que la paranoia de la Guerra Fría había calado en nosotros de manera irreversible. Desde que se escuchó por primera vez el zumbido de UVB‑76 en los años setenta, se había hablado de muchas cosas: mensajes cifrados para espías, armas de mano muerta, experimentos para manipular cerebros. Ahora, todo eso regresaba con la fuerza de un eco.
4
La inquietud no me dejó tranquilo. Decidí viajar a San Petersburgo para reunirme con Alekséi y Katia, dos jóvenes aficionados a la radio y al criptoanálisis que había conocido en un foro. Habíamos compartido grabaciones, teorías y risas, y aunque podían ser mis hijos o hasta mis nietos, nuestra pasión por los misterios nos había unido.
Nos encontramos en un café pequeño del barrio de Petrogrado, donde las paredes estaban adornadas con fotos de poetas y frases en ruso antiguo. Alekséi, con sus ojos brillantes y su portátil siempre encendido, me mostró un gráfico que señalaba un cambio en la intensidad de la señal de UVB‑76 hacía unos días. Esa fluctuación coincidía con el mensaje que yo había escuchado.
—Es como si hubieran reactivado algo —dijo, apretando los labios.
Katia, que había traído un cuaderno lleno de garabatos y anotaciones en distintos idiomas, escuchó las grabaciones con atención. De repente, alzó la mano:
—Aquí hay un pitido casi imperceptible —susurró—. Lo voy a aislar.
Usando un programa que ella misma había diseñado, filtró la señal. Lo que parecía un ruido de fondo se transformó en un código en desuso, en algo que quería recordar de otros tiempos, de su abuelo en la habitación, de la ilusión por saber de noticias que venían del exterior, algo sencillo, tan simple para su dédushka como para ella programar en ceros y uno. Morse. Algo tan sencillo, tan obvio, tan vulgar. Las letras y números que descifró correspondían a coordenadas geográficas en Siberia.
—Si no me equivoco —añadió— estas coordenadas están cerca del lago Baikal, pero más al norte, en un área donde no hay nada salvo taiga y algunos asentamientos minúsculos.
Alekséi abrió un mapa en su portátil y marcó el punto exacto. Era un lugar desolado, a cientos de kilómetros de la ciudad más cercana. Cuando ampliamos la imagen por satélite, vimos lo que parecía ser una estructura circular, tal vez la base de un pozo o un búnker. En los alrededores se distinguían líneas rectas que bien podrían ser caminos ocultos bajo la nieve. Me pareció extraño que el satélite nos dejara ver las imágenes, todos sabemos que hay áreas que se opacan, se difuminan o se modifican directamente como el archipiélago Severnaya Zemlya o la isla Jeannette.
—Este podría ser el pozo Shenditake —susurré.
—¿Y Mohole y Pechenga? —preguntó Katia.
Les conté lo que me había dicho Serguéi. Les hablé del pozo superprofundo de Kola, de los 12 km que habían alcanzado antes de rendirse, de la meta de 15 km y de la cámara de resonancia. Les hablé del rumor de que Mohole era solo la primera etapa de un plan más ambicioso. Alekséi escuchó atentamente y luego buscó noticias recientes sobre Pechenga. Encontró un artículo de hace algunos meses donde se mencionaba una mina abandonada en la región de Pechenga, en la península de Kola. Esa mina, según los lugareños, había sido evacuada de manera repentina por un equipo militar.
—Lo sé —contesté—. Suena a conspiración. Pero quizá no tengamos que creerlo todo; tal vez solo lo suficiente para investigar.
Katia me miró a los ojos. Vi en su mirada algo más que curiosidad: vi la necesidad de entender para qué había sido entrenada, la vocación de descifrar el significado oculto de las palabras. Alekséi, por su parte, tenía el gesto tenso, como si se encontrara ante el código más complejo de su vida.
—Si existe un vínculo entre esos lugares y UVB‑76 —concluyó—, solo lo sabremos investigando sobre el terreno.
5
El viaje a Siberia fue una odisea. Cruzamos medio país en trenes lentos, compartiendo vagones con viajeros que nos miraban con curiosidad cuando hablábamos de radios de onda corta y pozos de 15 kilómetros. A medida que avanzábamos hacia el este, el paisaje se volvió más inhóspito. Pequeñas aldeas cubiertas de nieve, interminables extensiones de bosque, montañas negras que asomaban entre la bruma. En las novelas, estos viajes se convierten en una odisea de espías, situaciones inverosímiles y pruebas que se han de superar. Nada de eso pasó, fue mucho más sencillo, estaba en la nada.
En nuestros bolsos llevábamos un pequeño generador, radios, linternas, ropa de abrigo y varias notas con coordenadas. Cuando finalmente llegamos a la última estación, tomamos un todoterreno que nos llevó por caminos helados hasta donde pudimos. A partir de cierto punto, tuvimos que continuar a pie. El frío era tan intenso que se metía en los huesos, y el viento parecía arrastrar susurros en idiomas que no reconocíamos. El rumor del silencio, comenzó a intrigarlos, como si el universo pudiera ser percibido en una sinfonía inconexa
Llegamos al anochecer a un claro en el bosque donde se erigía una estructura metálica en ruinas. La nieve la cubría casi por completo, pero al limpiarla descubrimos una trampilla de hierro. Nuestros dedos se aferraron a las asas heladas y con esfuerzo la abrimos. Un soplo de aire caliente salió desde las profundidades, cargado de olor a tierra y a óxido. Katia y Alekséi me miraron. En sus ojos se mezclaba el miedo y la excitación.
—¿Estás seguro de que quieres bajar? —preguntó Katia.
—Si no lo hacemos, ¿quién lo hará? —respondí.
Encendimos las linternas y descendimos por una escalera estrecha y oxidada. El túnel parecía interminable. Pasamos por tramos con las paredes cubiertas de cables viejos y tuberías rotas. Llegamos a una sala de control improvisada donde una consola se iluminaba con luces intermitentes. Alguien había estado allí recientemente. Había huellas frescas en el polvo, restos de comida y un generador todavía caliente. En las novelas, los malos siempre huelen a los buenos y dejan pruebas indiciarias de lo que va a ocurrir, una trampa narrativa que atrapa en una tensión dramática la historia.
Nos acercamos a la consola. Alekséi encendió su ordenador portátil y conectó un cable a una terminal. Era previsor, había traído el material adecuado para aquellos equipos tan viejos, aunque me sorprendió la modernidad de la estructura informática. Los datos comenzaron a fluir en la pantalla. Había códigos, pulsos eléctricos, una cuenta regresiva que marcaba cuatro horas y cuarenta minutos. La consola emitía un pitido que me hizo estremecer. Era el mismo tono que habíamos descifrado en el código Morse de UVB‑76.
—Esto está acompasado con otros dos sistemas —dijo Alekséi—. Puedo leer direcciones IP de comunicación y algo que parece ser un algoritmo de sincronización. Si esto es Shenditake, entonces Mohole y Pechenga deberían estar conectados.
En ese momento, mi radio emitió el zumbido conocido, pero esta vez una voz de fondo susurró: «Приготовиться. Координаты активированы». Tenía que ser una transmisión en vivo. ¿Quién hablaba? ¿Dónde? No lo sabíamos. No era capaz de intuir si ese ente, persona o fantasma estaba a mi lado o en cualquier otra parte.
6
Mientras aguardábamos en esa sala de control bajo tierra, recordé lo que Serguéi había dicho sobre los 15 000 metros. Katia, tomando notas en su cuaderno, me preguntó directamente:
—¿Por qué se empeñaban tanto en llegar a esa profundidad? ¿Qué había allí exactamente?
Le respondí lo que sabía por libros y por mis conversaciones con geólogos: a unos 15 km de profundidad, la corteza terrestre continental se vuelve tan caliente y plástica que ya no se comporta como roca rígida. Se encuentra la discontinuidad de Mohorovičić, una zona donde las ondas sísmicas cambian de velocidad porque el material cambia de densidad. Cruzarla significaría adentrarse en el manto. Y el manto podría contener minerales y energía nunca antes vistos. Le dije que la ciencia ficción había hecho películas sobre todo un mundo en el que quedaban dinosaurios por descubrir y paraísos tan solo imaginados, pero me temo, la realidad no es tan literaria. Pero hay más, el 15 es un número mágico que se asocia a la trasformación y el cambio en los ciclos lunares, además implica sabiduría y movimiento. La unión entre la energía masculina y femenina. No es un número casual, es causal.
—Pero hay algo más, si queremos ceñirnos a la pura física—añadí—. A esa profundidad, la presión es tan inmensa que el calor aumenta rápido: unos 30 grados por kilómetro. A 15 km, la temperatura puede alcanzar los 450 °C o más. No es un lugar donde puedas poner una broca normal.
—Entonces, ¿cómo lo solventaron? —preguntó Katia—. ¿Cómo se perfora con 150 ° o 200 ° ahí abajo?
—Con tecnología que mezclaba lo que se sabe y lo que no se cuenta —respondí—. Para perforar el pozo de Kola, usaron brocas de aleaciones especiales que soportaban el calor y la presión. Implementaron sistemas de refrigeración con fluidos de perforación que se bombeaban al fondo del agujero para extraer el calor. Pero, aun así, las brocas se deformaban, el equipo se desgastaba y el lodo caliente era un problema. Por eso se detuvieron al llegar a 12 km. Más allá, era prácticamente imposible. La ciencia podía explicar mucho, pero no todo. Mi abuela decía que hay cosas que no se explican con palabras.
—¿No será que buscaban algo más? —insistió Alekséi—. Si no se puede perforar más, ¿por qué intentarlo varias veces? ¿No te parece que la insistencia en Mohole, Shenditake y Pechenga tiene algo de obsesivo?
La pregunta quedó suspendida en el aire. Quizá era obsesión; quizá era ambición. O quizá era la presión de la política, de la paranoia militar, de la necesidad de sentirse superior al enemigo durante la Guerra Fría. Pero en nuestro contexto, donde la guerra había quedado atrás, el enigma permanecía.
Un velo de violencia estaba siempre presente, no podía obviar ese pensamiento recurrente que le llevaba a creer que todo se explicaba desde la destrucción del enemigo. Parecía algo inevitable.
7
Retrocedamos unos años. En 2010, la comunidad de radioaficionados se volvió loca cuando el zumbido de UVB‑76 se interrumpió durante varios minutos. Alguien se puso a hablar sobre un «cambio de ubicación», y se mencionó una evacuación en Povarovo, cerca de Moscú. Se hallaron habitaciones vacías, equipos encendidos, como si la gente hubiera salido corriendo de repente. ¿Adónde iban? ¿Quizá trasladaban el centro de control a Shenditake o Pechenga? Tal vez la explicación era mucho más sencilla, simplemente se habían quedado sin un fin y sin fondos, alguien había olvidado un proyecto tan mastodóntico mientras los oligarcas se forraban con los recursos naturales de la antigua Unión Soviética, ¿para qué buscar nuevos recursos si Siberia se podía convertir en una gasolinera gigante? Parecía que algo ya no tenía sentido.
La voz, en esa ocasión, decía: «Pechenga 174 veinticuatro». Dos días después se reportó un temblor leve cerca de la península de Kola y un destello de luces en el cielo. Pero nadie prestó demasiada atención, porque la señal del Buzzer volvió a la normalidad.
Ahora, años más tarde, estábamos aquí, en un pozo bajo tierra, con una cuenta regresiva en la pantalla. Teníamos que decidir qué hacer. Si ese dispositivo se conectaba con Mohole y Pechenga, quizá activaría lo que fuera que había en la cámara de 15 km. ¿Y si se trataba de un portal? ¿Y si liberaba una energía capaz de alterar la geología o incluso abrir un agujero en la realidad?
—Podríamos intentar cortar la comunicación —propuso Alekséi—. Desconectar las antenas, frenar la cuenta.
—O podríamos dejar que siga —murmuró Katia—. Tal vez lo que sea que vaya a ocurrir forme parte de algo que tenga que pasar. ¿Quiénes somos nosotros para detenerlo?
Me di cuenta de que en esa sala no solo se escuchaba el zumbido de la radio. También podíamos oír nuestros propios corazones. Estábamos entre la curiosidad científica y el miedo a desencadenar una catástrofe. ¿Qué hacía yo allí, en un pozo a miles de kilómetros de mi hogar, intentando descifrar un código que tal vez no me concernía?
Quizá era la necesidad de cerrar un ciclo. De saber si los fantasmas de la Guerra Fría eran reales o imaginarios. O de reconciliarme con mi propio pasado de ingeniero y soldado.
8
Decidimos que detendríamos el proceso si notábamos que algo grave se desataba, aunque también dejamos la puerta abierta a observar. Pero, ¿cómo saber qué iba a pasar si no se desencadenaba hasta que el temporizador no llegara a cero? Así que esperamos. Alekséi monitorizó la red y la consola, Katia revisó los códigos y yo me acerqué al generador para asegurarme de que no fallara en el último momento. El tiempo parecía haberse detenido, pero en realidad los segundos se acumulaban en una sucesión de hormigas.
Mientras esperábamos, nos permitimos hablar de otras cosas, casi para distraernos. Katia nos contó que había crecido en un pequeño pueblo donde su abuela le hablaba de duendes que vivían bajo la tierra y de voces que se escuchaban en la radio cuando alguien estaba a punto de morir. Alekséi confesó que había soñado con ser astronauta, pero que la falta de recursos lo había llevado a la informática, había sacrificado todo por su sueño, pero no nos dijo si todavía era ir al espacio. Yo les hablé de mis años en la universidad, de cómo me enamoré de la electrónica cuando monté mi primera radio con piezas compradas en el mercado negro.
—Es curioso —dijo Katia—. Todos hemos estado buscando señales en el ruido, intentando separar lo importante de lo que no lo es. Sea con radios, con números o con palabras.
—Tal vez porque en realidad estamos buscándonos a nosotros mismos —añadí—. Este zumbido, este pozo, esta energía oculta… todo eso no son más que metáforas de algo más grande: el deseo de comprender de dónde venimos y adónde vamos.
Alekséi sonrió. Por primera vez en horas parecía relajado.
—¿Y qué vamos a hacer cuando lo sepamos? —preguntó.
—Escribir un cuento —respondió Katia, riendo.
Me pregunté en silencio si no sería cierto. Quizá la única manera de procesar un misterio tan grande sea transformarlo en ficción, en un relato que se mueva entre lo real y lo imaginario. Pensé en los relatos que había leído en un blog, en cómo narraba despedidas, árboles, niños que oían el mundo. Esa escritura tenía algo que me conmovía porque no buscaba respuestas definitivas; en cambio, dibujaba caminos, voces, susurros que se quedaban en la mente. ¿Podríamos nosotros escribir algo así? ¿Teníamos el coraje de narrar sin certezas?
9
La cuenta regresiva llegó a cero. La consola emitió un pitido agudo y las luces parpadearon. Las paredes comenzaron a vibrar levemente, como si una máquina gigantesca se hubiera puesto en marcha en algún lugar mucho más profundo. Mis manos sudaban. Alekséi y Katia se miraron sin decir nada, esperando una explosión, un temblor, algo.
En lugar de eso, la radio se volvió más clara. La señal de UVB‑76, que durante décadas había sido un zumbido monótono, se transformó en una melodía. Era una secuencia de notas electrónicas que recordaba a un canto gregoriano, pero con un tono metálico. La voz volvió a sonar: «Оберон. Четыре. Три. Два. Один» (Oberon. Cuatro. Tres. Dos. Uno). Luego, silencio.
No ocurrió nada más en ese momento. Pero al cabo de unos minutos, noté un cambio en el aire. Se volvió más cálido y comenzó a oler a ozono, como antes de una tormenta. A lo lejos se oyeron crujidos. Nos miramos y subimos por la escalera hasta la superficie.
Afuera, el cielo nocturno se había teñido de un verde intenso. Las auroras boreales, que a veces se ven en estas latitudes, parecían desorbitadas. Bailaban con más fuerza, se entrelazaban, formaban figuras que se asemejaban a círculos que giraban. Katia gritó y señaló hacia el norte. A lo lejos, en la dirección de Pechenga, se veía una columna de luz que subía al cielo. Era como un haz, una especie de foco azul verdoso que atravesaba las nubes.
Alekséi se llevó la mano a la boca.
—Está pasando —murmuró—. Han abierto algo.
Me quedé sin palabras. En ese momento comprendí que nuestra presencia allí no era casual. Habíamos sido testigos del despertar de una nueva era que se había estado preparando durante decenios. Y aunque no sabíamos cuál sería el resultado, sí sabíamos que el mundo no volvería a ser el mismo, no el mundo que se percibe, el que se nos muestra, sino el mundo real, el que se escapa a nuestra compresión de hombres. Pensé en la gente dormida en sus casas, ajena al espectáculo de luces en el cielo. Pensé en las generaciones futuras que tal vez hablarían de aquel día como del inicio de algo nuevo. El hombre ha jugado con lo infinito, con la posibilidad de cambiar las reglas, de recrear el mundo para él. Pero el mundo ya está creado a su imagen y semejanza, es el verdadero dios, el transformador, el creador. Lo que no sabía, hasta ese momento, era deambular entre las dimensiones ocultas, imperceptibles para la mayoría. Abrir cualquier portal para traspasar el umbral era el sueño imposible de la ciencia. Parecía que lo habían logrado.
10
Al día siguiente, los diarios locales apenas mencionaron un incremento leve de la actividad electromagnética y unas luces que se confundieron con auroras. Las autoridades no dijeron nada. La señal de UVB‑76 volvió a su zumbido habitual. Si no hubiera sido por las grabaciones y los testimonios de los pocos que estábamos allí, habríamos pensado que lo habíamos soñado.
¿Qué había ocurrido exactamente? No lo sabíamos. Pero sospechábamos que la energía de la corteza, canalizada a través de Mohole, Shenditake y Pechenga, había alimentado algún dispositivo en la superficie. ¿Era un portal? ¿Una máquina para extraer energía? ¿Un experimento de conexión interdimensional? Quizá nunca lo sabríamos, pero podíamos imaginar, con mayor o menor certeza, que algo había pasado. O quizá la respuesta era más sencilla, se ceñía a la navaja de Ockham: se trataba de un test fallido de la era soviética que despertamos sin querer y que no dejó consecuencias.
Sin embargo, el eco de aquel zumbido nos acompañaba. Al regresar a casa, encendí la radio varias veces. Oía la señal y cerraba los ojos. Todo mi ser se llenaba de una mezcla de paz e inquietud. Pensaba en la voz que había dicho «Pozos abiertos»; pensaba en Oberón, en el rey de las hadas; pensaba en el límite de 15 km y en cómo la humanidad sueña con tocar el corazón de la Tierra.
Algunas noches, la memoria me llevaba a la infancia. Mi abuelo, campesino, decía que bajo la tierra vivían criaturas que sabían más que nosotros. «La tierra te escucha —me decía—. Cuando hablas con ella, te habla de vuelta». Yo reía, pensando que eran cuentos. Ahora, con mis sesenta y cinco años, me pregunto si hay algo de verdad en esas supersticiones. Si la tierra, al ser perforada, realmente nos responde. Si UVB‑76 es, en realidad, la voz del planeta intentando comunicarse con los hombres.
11
Hemos recorrido cientos de kilómetros en esta narración. Hemos escuchado voces, leído códigos, atravesado túneles y mirado al cielo. Quizá necesites un respiro. Te propongo, lector, que cierres un momento los ojos y pienses en algún sonido que te haya acompañado a lo largo de tu vida. Puede ser el ruido de un tren, el canto de una persona querida, el viento colándose por la ventana, el zumbido de una radio. ¿Qué te dice ese sonido? ¿Te recuerda a alguien? ¿Te conecta con algún lugar?
Cuando escribo, a menudo pienso en ese sonido. Me pregunto si el acto mismo de narrar no es también una forma de emitir un zumbido que puede ser escuchado por otros. Lo importante no es lo que se dice, sino la frecuencia en la que vibramos. Algunos buscan el ruido, otros, la melodía. Y, sin embargo, hay voces que se quedan en el aire, como un eco. Muchas veces, desde niño, cierro la boca y emito un zumbido gutural que me hace vibrar toda la cabeza, sale desde el vientre, desde el ombligo, un sonido hipnótico, primitivo, que me reconecta, de alguna manera, con la esencia primera, con el útero, por supuesto con la tierra; las vibraciones me trasportan a otro lugar, a uno que no se mide con parámetros espaciotemporales, no, es la apertura a un portal en que puedo habitar a mi gusto. Este relato es, en cierto sentido, un eco de mis obsesiones, de mis miedos y de mis esperanzas. Si has llegado hasta aquí, es porque quizás compartimos alguno de esos ecos.
12
Meses después de nuestra incursión en Siberia, Katia me envió un correo electrónico. Había estado estudiando las grabaciones de UVB‑76 de los últimos treinta años. Me decía que había descubierto patrones que se repetían cada ciclo solar, como si la estación modificara su comportamiento según la actividad del Sol. También había encontrado, en transmisiones antiguas, referencias a nombres de deidades y números que coincidían con fechas de eclipses.
—No sé si tiene sentido —escribió—, pero quizás la señal esté sincronizada con eventos cósmicos, no solo con coordenadas terrestres. Como si usara la energía del cosmos y de la tierra a la vez.
Me adjuntó un archivo con un análisis espectral de la señal. Al escucharlo, me sorprendió un detalle: entre los picos de ruido, una pequeña melodía se repetía una y otra vez, variando ligeramente cada temporada. Katia decía que, si se aceleraba la señal, podía oírse una especie de canto gutural.
—La tierra canta —bromeó—. O quizá es el cosmos. Quién sabe. (O este escritor que os brinda su canto para entreteneros)
No quise quitarle la ilusión. A veces pienso que lo que nos da la vida es la búsqueda más que el hallazgo. Porque, ¿qué haríamos si supiéramos que, en efecto, hay un portal a otra realidad bajo nuestros pies? ¿Seríamos capaces de asumirlo?
13
Los años pasan. He envejecido frente a la radio, siempre escuchando, siempre esperando que vuelva a sonar esa voz que dice «Oberon». A veces la oigo en sueños. A veces la oigo en la calle, en el sonido de una tubería, en el ruido del tren.
Recuerdo a Serguéi, que murió hace dos inviernos, y a quien nunca volví a ver desde aquella conversación. Pienso en Alekséi, que ha dejado de contestar a mis correos. Pienso en Katia, que sigue enviándome análisis que no sé cómo interpretar. Pienso en quienes me rodean. Un día les contaré esta historia, pero tal vez me miren como quien escucha un cuento de hadas. Tal vez sonreirán, pensando que él inventó historias para entretenerme.
Y, sin embargo, yo seguiré escuchando. Porque en el fondo, lo que me mueve no es el deseo de descubrir una conspiración, sino el placer de escuchar un sonido que me conecta con algo más grande que yo. Ese zumbido es como el latido de la tierra. A veces te tranquiliza, a veces te inquieta. Pero siempre está ahí.
Epílogo: la historia nunca termina
Te he contado todo lo que sé y lo que no sé. He mezclado datos geológicos con recuerdos personales, misiones militares con cuentos infantiles. Quizá pienses que me contradigo, y tendrás razón. Porque la vida es contradicción. Porque mientras algunos perforan el suelo para buscar energía, otros escribimos poesía para encontrar la luz en las palabras.
Hace poco fui al cementerio a visitar la tumba de mi madre. Llevé flores y, mientras estaba allí, pensé en el zumbido de UVB‑76. Miré las lápidas, con nombres y fechas grabados en piedra y me pareció escuchar, bajo el silencio, un murmullo. No era la radio; era el viento o quizá mi mente. Daba igual. En ese murmullo, sentí que la vida y la muerte, el pasado y el presente, se entrelazaban.
Hay quienes dedican su vida a explorar las profundidades de la tierra; otros se sumergen en las profundidades del alma. Yo no estoy seguro de a cuál de los dos grupos pertenezco. Tal vez estoy en el medio, perforando con palabras el suelo de la memoria. Lo único que sé es que, mientras exista un zumbido en las ondas cortas, seguiré atento, no para descifrarlo, sino para sentirme acompañado.
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