Tuvieron que ser los árboles quienes la enseñaron a amar.
El
escritor se ha levantado por la mañana e intenta atrapar una idea que le vuelve
recurrente. Anoche cenó, habló, pero lo importante fue que conversó, dejó que la idea le tomase los labios. Necesitaba salir,
que él mismo la pudiera escuchar. Ella, la madre, pasó mucho tiempo en que no
dio ni besos ni abrazos, en que el amor absoluto e incondicional no se
manifestó más que en trabajo y cotidianeidad. Ella vivió en el devenir de un
tiempo en que no hizo falta manifestar el amor para amar. La idea le fascina,
¿cómo es posible haber amado tanto sin la manifestación externa de ese amor
incondicional?
Entonces
retoma otra idea, interesante, en realidad dos ideas: de anoche retoma lo que
habló sobre el proceso creador, de sus notas, el relato que tiene pendiente
sobre su abuelo. La madre no quiere. La madre vuelve a la infancia y se retrae
como un molusco dentro de su concha, ella que atravesó las aguas terribles del
psicoanálisis, que luchó a brazo partido contra los abisales de su mente, que
trabajó cara a cara contra la muerte, que la venció, que la domó, que
consiguió, mérito incalculable, doblegar sus deseos y vivir la linealidad
esperable de su vida. Pero hablar de estas ideas me aleja del principio, del
fogonazo que ciega y llega sin remedio. Es posible, debe pensar, que cuando se
abaten ideas en un breve lapso de tiempo, tan seguidas, tan fugaces, o no, será
porque hay una relación oculta que el relato debe descubrir.
Dijo,
en la conversación, que el acto creador es fascinante, que hay mucha
literatura, lo manifiesta, lo corrobora, que se centra en el proceso como
contribución a la trama, sin duda, la trama misma: la historia no es más que el
viaje hacia las palabras, un camino de difícil tránsito, complejo, siempre
doloroso. La otra, la amiga, le menciona que ha leído en la muerte de la escritora
cómo era su proceso, cómo le preguntaban y ella no podía contestar abstraída en
el universo de lo ficcional, el escritor lo entiende, sabe qué significa la
ausencia de la vida, el asomarse a la infinita bóveda de las historias; la
autora, le dice, se preguntaba, retórica, claro, si eso habría ido en
detrimento de la familia, y ¡claro que ha ido!, de ahí la retórica, siempre va
en contra de lo real, porque lo imaginario te invade como un virus, como una
enfermedad incontrolable, debe ser aquí, para abruptamente Él, cuando encuentra
el pequeño nexo de unión con la madre, más bien con la historia, la familia se
ve interrumpida cuando se va hacia la oscuridad del yo, tela, debe pensar, esto
tiene pinta de ser profundo, anota, profundo porque no lo entiende bien,
enlaza, así, con otro relato posible, pero que siempre es el mismo relato, en
el momento de la escritura, de la creación, se dice, el autor no siempre
entiende qué ha escrito, qué quiere decir, hay fuerzas que le dominan. Eso debe
ser. Advierte la forma difusa de la historia, vuelve a hacer una pausa porque
necesita releer qué ha escrito, borrar, reescribir, dejarlo, reflexionar ese es el
proceso, un camino interminable de caminos.
Ha
tomado otro café, ha trabajado un rato, ahora mismo contempla el sol otoñal en la
terraza de su casa, tiene terraza, es un privilegiado, en ella ve las plantas,
esa pequeña selva artificial, esa miniatura de la vida que le hipnotiza sin
remedio. Debe abordar, lo sabe, el relato donde lo dejó, en el punto exacto en
que lo desarrollaba, hace el esfuerzo de recordar el diálogo, qué escribió él, qué pensaba
sobre el proceso creador, tal vez declaró: si fuera escritor lo sabría, sí, es
plausible, si hubiera profesionalizado mi talento, el talento habría asomado por
alguna parte, o tal vez dijo que el proceso creador no es más que una
literatura, una más de entre las historias que nos contamos para hacer la vida
soportable, o igual aseveró que es un recurso cuando no se sabe de qué escribir,
esto último parece satisfacerle. Pero centrémonos, yo y Él, que es el
protagonista, y la antagonista, la madre, que es la heroína de esta historia,
la verdadera artífice, la motivadora. Ahora le viene a la mente una nota que
tomó a propósito de ello, el elemento desencadenante, debió hablar la otra
noche sobre ello cabalgando las fugaces imágenes de la ciudad encendida, cree
pensar, porque le viene la idea con fuerza, por eso rebusca en sus cuadernos, desordenados,
caóticos, y encuentra el pensamiento: el desencadenante cambia la acción, pero
también cambia la vida. Y se coge a la idea porque le interesa, supone, sabemos
que no es más que mi especulación, en realidad lo desconocemos todo sobre Él,
juzga que ha habido motivadores en su vida que han liberado una sucesión de
acontecimientos, cambios, movimientos de tierra. Es en ese momento, en la
conversación, cuando dice que le interesa más el lector, el intérprete de lo
dicho. Ella, la otra, sonríe con una sonrisa estrenada, no todos interpretamos
lo mismo, incluso es posible que no podamos hacerlo, claro, declara Él, hay veces
en que uno no sabe lo que escribe. Le habla entonces sobre dos escritores,
vivos, cosas, hecho extraño, los dos dominan el arte de la lengua, las palabras
asombrosas, pero uno se instala en ellas, solo en ellas, disfrutando de una
artificiosidad asfixiante, literatura, imagina, el otro usa la literatura para
convertirse en el mejor escritor que escribe, domina la literatura, y la trama.
Los
árboles fueron su pasión de amor. Es una buena manera de empezar con la
historia, tiene todos los ingredientes: sorpresa, ingenio e interés; sin embargo, el
escritor no olvida la trama que debe haber bajo la ilusión del amor, como dijo
entonces, a él le interesa la interpretación de la historia, no la historia que
puede ser contada por cualquiera, no, le interesa la reinterpretación, ver en
cada gesto un cuento nuevo, remontarse al entonces y saber si está relacionado
con la historia que no cuenta de su abuelo muerto, de una infancia usurpada, o
tal vez fue usurpado el amor, de alguna manera, u otro amor que ella no fue
capaz de entender, uno duro, ausente, como el de la madre, la otra madre, la de
ella, que se alejaba de cualquier manifestación de afecto amando sin remedio,
tal vez, eso lo piensa el escritor, la guerra, las amenazas o la muerte de las hermanas,
el dolor, la miseria, ser pobres, es lo que hubo, dejó un universo sin huella,
pero recuerda, esto es nítido, que la madre habla de la pasión del padre
muerto, del abuelo ausente, de los
espacios que llenaba, del carácter diferente, recuerda a la hermana, del
escritor, que percibe a los muertos en los espacios, como un animal pequeño:
los huele y los siente. En cualquier caso era sé una vez una madre, una niña
que fue, una adolescente que vio la pérdida en los ojos de los otros y sintió
una opresión sin límites en el corazón, ¿me habrá querido? Le dijo al muerto, no obstante el muerto tampoco manifestó su amor, no pudo abrazarla en su ausencia
lívida, en el momento nocturno del acompañamiento final. Imagina el diálogo de
la esposa, el teatro representado infinitamente en los escenarios, la cinco
horas que son una declaración de lo que debería ser un monólogo, los reproches,
los silencios de la literatura, escenificación perfecta de lo que nunca ha
sido, sin embargo, no le abandona la idea de ella, la joven, sin diálogo ante el
lecho, preguntándose lo que no podría preguntarse, entonces, en aquel entonces,
no había interrogantes, Ella, la heroína, no podía hacerse preguntas, no conocía el valor de las preguntas, todavía no
recordaba los árboles de su infancia, en la aldea, en la libertad de correr, de
saltar de ser ella, de hacerse, de respirar. Años más tarde, ante una vejez puñetera,
recordaría con emoción las peñas, el olor a mierda de los establos y a siega, a
los niños correteando por el pueblo en una libertad de un tiempo sin libertad,
será, quién sabe, el detonante de sus senderos, de los riscos subidos a
destiempo añorando en cada paso, con cada punzada de dolor de la rodilla,
aquellos tiempos que son motivo de otro relato, tal vez el más difícil del
escritor, aquel que pospone por el miedo a descubrir que la madre llora,
también llora.
Así
que había una mujer que aprendió de los árboles, de mirarlos, aprendió de otros
espacios que los adultos olvidaron en el ruido asombroso de las ciudades que no
duermen, recordó, un día, de pronto, que su corazón siempre fue el de una niña,
de aquella, la de la aldea, hibernado en un dolor encapsulado e incomprensible
porque no pudo obtener las repuestas que habrían venido de las preguntas
correctas. Fueron años. Fueron muchos años en los que asistió al espectáculo de
la mujer en que se convertiría sin dejar de ser la adolescente que lloró muda
en otro momento. ¿Es posible que un hecho, un momento tan preciso, pueda ser
diseccionado quirúrgicamente y servir de detonante de una historia? No le
importa, la verdad, porque sabe que el relato requiere de detonante si no
quiere permanecer solo en la literatura, gustarse en la artificiosidad barroca
de las palabras. El escritor tiene su poética, su proceso, disfruta cuando
escribe esto último, estas reflexiones que parecen tan sesudas, tan
inteligentes, pero sabe que el lector está ávido por que resuelva la historia
que está contando, que le diga hacia dónde va, quién aprendió a amar en la
aspereza de la corteza de los pinos. Por eso se centra, siente en la espalda el
sol del mediodía que aún se asoma entre las fincas de enfrente, prosaico, no
vive en el vergel ideado, oye los coches y los borrachos en el bar de abajo
riendo y sintiendo ese sucedáneo de felicidad que le gusta. Ella apoyó la
mejilla sobre la superficie del olmo y sintió la piel de la tierra penetrando
todos sus poros, experimentó la sensación suprema de un amor no humano,
ilimitado, la grandeza que se puede concebir cuando se llenan los pulmones y
nos aborda un mareo sanador. Su abuela no le besaba. Su madre, tampoco. Ella se
olvidó de besarle en los procesos de la infancia, dejó a un lado los abrazos
como complemento para los actores del teatro de la televisión, era otro tiempo,
pero sintió siempre su amor, lo sintió en las noches en vela, en los desayunos,
en las comidas sin ganas, en los gritos, en los enfados, en los ojos que
mostraban el miedo a ser feliz, el espanto ante una maternidad que le vino sin
preguntar, de golpe, salvaje, sin dejarla vivir el esplendor de su belleza
juvenil. Esto último le parece bonito, mas una horterada, no va a cambiarlo,
lo sé, no lo va a cambiar porque le da juego, puede abrir nuevas vías en el
cuento. Resuena su voz seca, desprovista de ornamentos, aquí está el hilo que
necesitaba: el contraste entre el rococó de la escritura y los silencios de su
voz. Aunque, sin embargo, nunca deja de hablar, sonríe.
Han
pasado varios días. Debe concluir lo iniciado, lo ha prometido, ha anunciado
que escribe sobre el amor, sobre Ella, ha anunciado que la visitará, la visita,
rebusca fotos antiguas porque se quiere encontrar en recuerdos que no existen:
se ve él con quince años, como la hija, la que dice papá mira los granos, él
aparece con flequillo, cara de gánster en una juventud simple y limpia, no le
dice, a la hija, que el pelo cubre su pubertad, él la tuvo, se sintió feo,
ahora ve a un hombre hermoso, atractivo, con un carácter misterioso que posaba
cuando no existían las imágenes cautivas de las redes sociales, era un avanzado,
sonríe mientras lo piensa, y ve ese horror de ser adolescente en la mirada
suplicante de la hija, así que mira a la cara a la madre. No advierte a la
adolescente, la escribe, la siente en las arrugas de su piel: aquellos granos, aquella inseguridad que él mismo experimentaba en la representación de su
vida, que escucha en los lamentos de su hija, que sabe en la piel de su
madre. La visita, debe ser la parte de investigación, se distrae con otras
imágenes de una época en que la ciudad vivía entre huertos, y la observa. La contempla con
la abuela de negro, siempre de negro, eternamente de negro, eternamente vieja, pero con
una juventud tímida asomando de su vientre fecundo, de su juventud imprecisa,
los admira, a ella, tomando a los dos de la mano, el otro el abuelo muerto, imponente,
hermosísimo, grande como una tierra que no le pertenecía con traje y chaleco,
le dice, mamá, mira qué elegante, con chaleco, y ella le cuenta una intimidad
que ya no usará para el cuento de cuentos, le dirá, ahorraba para comprarse
zapatos nuevos y estrenarlos cuando iba al pueblo, ahí el escritor ve la
coquetería del hombre, la elegancia del pobre, mostrando en la imagen lo que
tenía, mientras ella cruza las piernas y pone cara de timidez asustada, una
niña, ella fue niña, ella debió oler la tierra húmeda a hortalizas que la
rodeaba, ella debió, tal vez entonces, acercarse al mundo con la inocencia del
amor que no transmitieron los abrazos, no, que no transmitieron los besos,
tampoco, pero que se sentía en el contacto con las manos de los padres, con la
abuela antigua y el abuelo imponente. Su rostro se ilumina en el preciso
instante en que Él le dice mira, sonrisa tímida, profunda, sonrisa que se descubre
que viene de los abismos insondables de dolores que no se curan, de haber
vivido la ilusión, también, de ser abrazada y amada. Su sonrisa vale el
universo mismo. Más tarde tomará un chocolate él, ella una tónica, los hijos
churros, hablarán de la vida, de cómo pasa, el hijo propondrá un plan para su
vida, lo mirarán pensando, seguro, que en algún momento se ha de lanzar a
vivir, después las intimidades entre el escritor y este otro que no es él, aunque le duele y puede ver sin mirarlo, otro cuento, cuántos cuentos por contar,
cuántos momentos para que no se pierdan en el papel, solo rescatará un instante
preciso, solo uno de esa tarde de alegrías, se rescata a él mirando fijamente
los ojos de Ella, descubriendo en sus entrañas un amor que sale a borbotones,
se pregunta ahora, cuando escribe, por qué no se levantó para abrazarla y
besarla. Esa es la pregunta adecuada.
Es
probable que tenga todo lo que necesita para el cuento, todos los elementos
para poder acabar el relato de los árboles, pero no ha podido dar al lector lo
que espera, que diga las razones de tanto amor. Quien sabe si Ella, en algún momento, decidió que tenía
que aprender a querer, los niños eran mayores, los nietos iban llegando
imprecisos, Ella quiso buscarse en los senderos de las montañas, entre las
piedras, como la niña que recuerda, sí, son simples recuerdos que se mecen en
su memoria, que rescata a su antojo: el escritor no le descubre que esas imágenes tan
nítidas no existen, tal vez nunca existieron, solo concurren los sentimientos,
el sentido íntimo de las sensaciones que recuperan un bienestar sobrevenido.
Recuerda Él, otro tiempo en un camino, todos, muchos, una tropa invadiendo el
polvo de la carretera, ella pidiendo un abrazo, buscando la elegancia con chaleco,
la imponente figura de un tronco, ese no sirve, no es suficiente, ese tampoco,
no lo entendéis, dijo, tiene que ser especial, tiene que estar vivo, enraizado
con fuerza a la tierra, lo encontró, es posible, piensa, que no fuera el que
buscaba, pero tampoco importa para esta historia, porque mostró al mundo que
había aprendido a abrazar y a ser amada.
Es
el momento de irse, la besa y siente su abrazo, él debe haberse convertido en
un árbol, pero se le olvida preguntarle por qué lo hace.
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